dimarts, 31 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (X)

Cuando llegamos, nos recibió y nos invitó a entrar a su despacho. Una vez dentro, pidió que por favor nos sentásemos. Cuando los tres estuvimos sentados, dirigiéndose a mí dijo: “Usted dirá, señorita Mar, ¿en qué puedo serle útil?” Le respondí que, en primer lugar, quería disculparme por la forma en que me había comportado la vez anterior, dado que según mi forma de pensar me había comportado de una forma muy poco correcta. Él me contestó: “Mire, señorita Mar, su manera de comportase no sólo fue del todo correcta sino que, además, demostró que para usted son más importantes los sentimientos y sus principios que cualquier fortuna, ya que no demostró ningún interés en saber de qué cantidad de fortuna estábamos hablando. Puedo asegurarle que eso no es una cosa nada corriente. Por mi profesión, puedo asegurarle que el interés económico suele estar siempre por encima de toda clase de sentimientos. Así que, no tiene porque disculparse.”
- Verá, señor, ayer me fue entregada una carta dirigida a mí. En ella, a parte de algunas cosas personales, se me comunicaba que, si no aceptaba la herencia, algunas personas podían verse perjudicadas debido a mi decisión. También se me informaba que usted podría explicarme dicha cuestión con todo detalle y por eso he decidido venir, para que por favor usted me lo explique.
- Sí, en cierta forma, así es – me respondió -. Ahora se lo explico… Su padre, además de ser dueño de una gran fortuna, era también el dueño de una gran empresa con cientos de trabajadores. Además, muchas empresas tienen trabajo debido a que suministran material para la empresa de su padre. Por lo tanto, si usted no acepta la herencia y no es usted la que se haga cargo de dicho empresa, no sé lo que puede pasar. Pero lo más probable es que se cierre dicha empresa ya que, no habiendo más herederos, lo que suele ocurrir normalmente es que pase a manos del gobierno. Es por ello que yo insistí en que se lo pensase muy bien, dado lo extraordinario de este caso, y que, antes de tomar decisión alguna, lo consultase antes conmigo.
- Bueno, tal y cómo están las cosas, - contesté - no creó que me quede ninguna otra opción que no sea la de aceptar lo que, al parecer, alguien decidió que fuera mi futuro.

El abogado me preguntó si me parecía bien que, aprovechando que estaba allí, diera lectura al testamento. Yo le contesté que me parecía bien.

La lectura del testamento me pareció, en principio, algo complicada. Pero, al terminar su lectura, el abogado me preguntó si deseaba que me aclarara alguna duda. Así que le pedí que me aclarara algunas de las cosas que no me habían quedado demasiado claras. Y él no dudó ni un momento en aclararme todas mis dudas.

Antes de marcharnos me ofreció sus servicios ya que, hasta aquel entonces, él era el que se ocupaba de todos los asuntos legales de mi padre. Le contesté que me gustaría que siguiera trabajando para mí. Quedamos en vernos la semana siguiente.

En cuanto salimos a la calle, Eva me dijo sonriendo: “Bueno, ¿y ahora qué desea hacer la señorita?” Yo le respondí: “Noto cierto sarcasmo en sus palabras, señorita.” Ella me replicó: “Desde este momento, te tendré que tratar con más miramientos dado que tú eres mucho más rica e influyente que yo.” Yo dije: “Pobre de ti que se te ocurra tratarme de forma distinta. Además, yo no soy más afortunada que tú ni mucho menos. Tú serás siempre más afortunada que yo, ya que yo no tengo unos padres que cuiden de mí. Ni siquiera tengo familia con la que compartir todo cuanto ahora poseo.” Y ella me replicó: “No quiero volver a oírte decir lo que acabas de decir. Me tienes a mí. Y a mis padres que, te quieren tanto, que se pasan todo el día hablando de ti como si fueras su hija. También tienes a todas las personas que te conocen, las cuales te adoran. Tienes a Juan y a Carmen, que siempre están pendientes de ti como si realmente de su hija te tratases. Y, por si fuera poco, no tienes que aguantar al pesado y mimado de mi hermano que me está dando la lata todo el día. Así que, por favor, no vuelvas a decir que no tienes familia nunca más.”

- ¿Qué te parece si vamos a ver a papá y le contamos lo que te ha dicho el abogado y tu firme decisión de convertirte en empresaria? – Me preguntó Eva.
- Como siempre, tú se me has adelantado ya que yo te lo iba a proponer en cuanto tú me dejases hablar, querido cotorrita. – Le respondí riendo.
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divendres, 27 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (IX)

De camino a casa apenas si pronuncié palabra alguna. Tenía mi pensamiento en todo cuanto había pasado en los últimos días. Eva me miraba. Ella, tan comprensiva cómo siempre, respetaba mi silencio.

Al llegar a casa me sentí fatal y me derrumbé de golpe. Me senté en el sofá y, sin saber el por qué, no pude contenerme y empecé a llorar. Eva se sentó a mi lado, agarró mis manos y me dijo: “Por favor, dime alguna cosa. Si no me hablas, no sé lo qué puedo hacer. Y eso hace que me sienta impotente ante tu dolor.” Yo la miré y, entre sollozos, dije: “No sé lo que me pasa, me siento como si todo a mi alrededor se estuviese derrumbando y yo no pudiese hacer nada. Me siento mal conmigo misma ya que todos pensáis que soy una buena persona y yo ahora pienso por primera vez que no soy buena persona.” Eva me miró fijamente y dijo: “Tú eres muy buena persona, es por eso que eres mi mejor amiga y siempre lo serás.” Yo le respondí: “Entonces ¿por qué, después de leer la carta de un moribundo del cual llevo su sangre en mis venas, no soy capaz de perdonarle?” Ella contestó: “Creo que lo que te ha ocurrido te ha afectado cómo afectaría a cualquier persona. Lo único que necesitas es tiempo para asimilar todo lo ocurrido. Cómo te conozco muy bien, sé que llegará el día en que seguro que le perdonarás y tú te sentirás feliz de haberle perdonado.” Y, después de un silenció, añadió: “Ahora supongo que no querrás que tu mejor amiga se muera de hambre… Ahora lávate la cara y ponte guapa, pero demasiado porque, sino, yo yendo a tu lado no encontraré nunca novio.” Yo la miré y sonreí y por fin dejé de llorar.

Las dos pasamos el día juntas. Primero fuimos a comer en un lugar tranquilo y después estuvimos paseando por la montaña de Montjuïc, un lugar muy bonito y tranquilo de la ciudad. Cuando por fin regresamos a casa, ya era casi de noche. Yo me había recuperado y estaba más tranquila gracias a mi amiga que no cesó de gastarme bromas y de hacerme sonreír. Cuando llegamos a casa, ya habían llegado mis compañeras de piso. Eva se despidió de mí, tocando mi cara con su mano a la vez que me decía: “Y ahora a dormir, que mañana por la mañana nos volveremos a ver. Y espero verte sonriendo como siempre, ¿de acuerdo?” Yo le sonreí dándole las gracias por todo.

No sé si fueron las dos tazas de infusión de manzanilla que tomé o lo bien que lo pasé por la tarde con Eva, pero lo cierto es que dormí toda la noche tranquilamente y me desperté descansada y relajada y con las ideas mucho más claras. Así que, cuando llegó Eva, ella notó enseguida que estaba mucho mejor. “Veo que, por lo menos, sirvo para levantarte los ánimos”, dijo bromeando. “Sí, pero que por eso no se te vayan a subir los humos a la cabeza”, le contesté sonriendo.

Invité a Eva a que desayunáramos las dos. Me dijo que ella ya había desayunado pero aceptó tomar un café mientras yo desayunaba. Cuando hube terminado, le pregunté si deseaba acompañarme a hablar con el abogado con el que había hablado hacía un par de días y con el que había vuelto a hablar por teléfono antes de que ella llegase. Los dos habíamos quedado en vernos aquella misma mañana. Eva respondió que sí, que con mucho gusto me acompañaría.
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dimecres, 25 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (VIII)

A media mañana llamé a Eva. Ella supo por mi voz que algo me ocurría. Le dije que si podíamos vernos cuando saliera de la oficina. Me contestó que por supuesto que sí. Pero Eva no esperó a que terminara mi horario de trabajo. Al poco tiempo ya estaba a mi lado, pidiéndome que le explicara qué me pasaba.

Yo le expliqué lo que me había pasado el día anterior, las dudas que tenía y que no sabía qué hacer. Ella me dijo que no se extrañaba de mi preocupación ya que se trataba de una decisión muy dura, y sobretodo para mí debido a que sabía como pensaba yo y mi forma de querer hacer siempre lo que yo consideraba correcto. A continuación me dijo que esperase un momento, que enseguida volvía. Al poco tiempo vino a mi lado diciéndome que deseaba que no me lo tomase mal pero que había hablado de mi problema con su padre y que su padre deseaba verme. “¿Ahora?” le pregunté. “Sí, por favor.” me respondió.

La acompañé al despacho de su padre, que era también mi jefe. Al entrar, él se acercó, me agarró cariñosamente por los hombros, me dijo que me sentase y yo me senté en una silla. A mi lado se sentó su hija Eva. Él se sentó en una esquina de su mesa. Empezó diciéndome que su hija le había explicado lo que me ocurría y que comprendía mi situación y mi preocupación, pero que tenía información que podía ayudarme a tomar la decisión más correcta. “Primero”, dijo, “tengo que pedirte perdón por no haberte contado nunca lo que ahora voy a contarte. Y a ti también, Eva, por no haberte comentado nunca nada. Pero hice una promesa y yo nunca rompo mis promesas. Ahora sí que puedo ya que la persona a la que le hice la promesa me dijo que, cuando llegase este momento, debía explicárselo todo a Mar… Jorge, tu padre, te conocía desde hacia tiempo y estaba al corriente de todo lo que a ti se refería. La historia es larga, pero te pido por favor que escuches con atención todo cuanto tengo que contarte. Creo que será mejor que comience por cómo empezó todo… Yo, por asuntos de negocios, conocía a tu padre desde hacia tiempo y a menudo nos encontrábamos en reuniones y en fiestas en las que en algunas ocasiones los empresarios solíamos asistir. En una de las veces en que nos vimos, le enseñé unas fotos de mi hija Eva. En una de ellas estabas tú al lado de Eva. A él, al verte, supongo que le llamó la atención la gran semejanza que tú tenías con él. Me preguntó quién era la muchacha que estaba al lado de Eva y yo le contesté que era una compañera de la universidad y una muy buena amiga de mi hija. Él, en aquel momento, no me preguntó nada más. Pero al día siguiente vino aquí, a mi despacho, y me preguntó si sabía más cosas acerca de ti. Yo, aunque extrañado por su interés en saber más cosas de ti, le conté lo poco que sabía dado que sólo sabía lo que de ti me había contado Eva. Jorge se quedó pensativo y me hizo prometer que no contaría a nadie lo que él me iba a contar a continuación. Yo le prometí que así seria. Me contó que tú eras su hija, que te había tenido con una chica que había conocido hacía años pero que nunca supo que hubiese quedado embarazada ya que nunca volvió a verla ya que él, por aquel entonces, estaba casado. Pero que lo descubrió por casualidad cuando, años después, cuando volvió con su esposa al pueblo donde conoció a tu madre, entró en el bar dónde trabajaba tu madre y te vió a ti y le llamaron la atención tus ojos ya que eran igual que los suyos y reconoció a tu madre llamándote hija. Luego, al verte en la foto junto a Eva y decirle yo todo lo que sabía acerca de ti, supo que tú eras su hija. A partir de aquel momento, yo me convertí en su cómplice ya que, debido a tu amistad con Eva, siempre le mantenía informado de todo l oque hacia referencia a ti. Lo siento pero es importante para mí que comprendas mi silencio y el por qué nunca te dije nada de todo esto que te estoy contando ahora.”

Después de un corto momento de silencio, se levantó, se dirigió a un cajón de su mesa, sacó un sobre y me lo entregó. “Ten,” dijo mientras alargaba su mano dándome lo que parecía ser una carta, “Jorge me dijo que te la diera cuando llegase este momento.” Y yo dije: “Dado lo poco corriente de la situación, creo que será bueno que la lea en voz alta.” Como ninguno de los presentes puso ninguna objeción, abrí la carta y empecé su lectura en voz alta.

“Querida hija,

Sé seguro que no te gustará que te llame hija. No te lo reprocho. De hecho, me lo merezco después de lo que por mi culpa has tenido que pasar. Pero, por favor, te pido que no rompas esta carta sin antes haberla leído. Ya sé que no merezco tu comprensión pero ten en cuenta que, cuando estés leyendo esta carta, yo ya no estaré entre vosotros, los vivos.

No quiero que pienses que, con lo que te voy a contar, mi intención es que me perdones todo el daño que os hice a ti y a tu madre. No es eso lo que pretendo. Quiero que sepas la verdad sin esperar por ello que me perdones, aunque ese sería mi más profundo deseo.

Conocí a tu madre en un mal momento de mi vida. En ella reencontré todo aquello que no sentía desde hacía ya mucho tiempo: dulzura y sobretodo amor. Yo, aunque te cueste creerlo, también sentí amor por ella. Pero yo, por aquel entonces, estaba casado. Y he de confesar que, en eso, sí que fui un cobarde no diciéndoselo a María, tu madre. Pero sé que ahora es demasiado tarde para arrepentirse ya que nada puedo hacer ya por ella.

No supe que María estaba embarazada, aunque no sé si eso hubiera cambiado en algo las cosas ya que en aquel momento mi matrimonio pasaba por un mal momento. No era por culpa mía ni de mi esposa. El problema era que los dos deseábamos desesperadamente tener hijos y no hubo forma de poder conseguirlo. La que entonces era mi esposa estaba muy afectada por todo ello. La verdad es que hicimos todo lo que nos aconsejaron los médicos pero la naturaleza humana no siempre responde a nuestros deseos. Nosotros nos esforzamos para que las cosas no cambiaran entre nosotros pero quizás no esforzamos demasiado y eso acabó pasando factura a nuestro matrimonio.

Sé que esto puede parecerte una excusa pero no lo es. Yo solo quiero que sepas toda la verdad de cómo fueron las cosas.

Creo que yo deseaba engañarme a mí mismo diciéndome que todo lo hacía por la que entonces era mi esposa y, de esa forma, calmar mi conciencia. Aunque ahora pienso si realmente tenía conciencia ya que, si la hubiera tenido, no os hubiera abandonado a las dos, de la forma en que lo hice. No sé si tú lo recordarás pero cuando eras muy niña, por casualidades de la vida, te ví y también ví a María, tu madre. Al verte y al ver tus ojos y al oír a María llamarte hija, supe sin ninguna duda que tú eras hija mía. Pero, por miedo y por ser un cobarde, nada dije. Y no volví nunca más al pueblo dónde vivíais. Per no por eso dejé de pensar en ti ni un solo instante.

Mi cobardía la he pagado como siempre se paga el mal que haces: con el dolor de saber que tienes la hija que tanto deseas, saber que es una muchacha extraordinaria, inteligente, además de ser la mujer más bella que jamás vieron mis ojos y, por suerte, mucho más honrada que su padre.

Sé que tú nunca lo supiste pero, en cuanto supe dónde trabajabas, fui en más de una ocasión al lugar dónde tú trabajas aprovechando cualquier excusa para poder verte. ¡Si supieras las veces que deseé acercarme a tu lado y decirte “soy tu padre” y poder abrazarte! Pero sabía que tú, con toda la razón del mundo, no querías saber nada de mí ya que ni tan siquiera me conocías.

Ahora lo único que te pido, aunque ningún derecho tengo, es que por favor aceptes mi herencia ya que, cómo te explicará el abogado que lleva mis asuntos, si no la aceptas entonces muchas personas van a salir perjudicadas sin tener la culpa de todos los errores que yo he cometido al largo de mi vida.

Ruego a Dios, en estos últimos días de vida, que me perdone y que me conceda el deseo de que algún día tú también puedas perdonarme.

Gracias por haber leído esta carta.

Tu padre, que te adora, Jordi.”

Cuando terminé de leer la carta, miré a mi amiga y a su padre. Éste agachó su cabeza diciéndome: “Por favor, perdóname por no haberte dicho nada hasta ahora.” Yo le respondí que nada tenía que perdonarle ya que él había sido fiel a su promesa y, para mí, eso significaba ser honrado. Él se acercó a mí y me abrazó diciéndome: “Todos los padres del mundo seguro que se sentirían orgullosos de tener una hija cómo tú.” Me levanté y le dí las gracias por todo. Él, a su vez, dijo a su hija que me acompañase a mi casa y que pasara el resto del día conmigo, pues seguro que en esos momentos era cuando más necesitaba tener alguien a mi lado. A mí me dijo que me tomara un par de días libres ya que seguro que los necesitaba para pensar en todo lo ocurrido.
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dilluns, 23 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (VII)

El martes por la tarde me llamó por teléfono Juan y me comunicó que aquel mismo día había estado en el bar un señor preguntando por mamá. Al parecer, dicho señor era abogado. Juan le dijo que la persona con la que quería hablar había muerto hacía ya tiempo. Entonces él le preguntó si sabía dónde podía localizar a su hija. Y Juan le había dado mi número de teléfono ya que dicho señor le había dicho que era muy importante que hablara conmigo. Yo le contesté que hasta aquel momento nadie me había llamado, le di las gracias y colgué el teléfono pensando qué podía querer de mí un abogado.

Al día siguiente recibí la llamada del abogado del que me había hablado Juan. Me comunicó que era muy importante que hablara conmigo ya que se trataba de algo urgente. Como no me suelen gustar los misterios, decidí verle para saber qué era aquello tan importante de lo que quería hablarme. Quedamos para vernos al día siguiente en la dirección que me dio por teléfono y que me había dicho que era la de su despacho. Como además me dio su nombre y su apellido, antes de ir a un lugar que era para mí del todo desconocido, quise asegurarme de que el nombre y la dirección que me había dado correspondían al despacho de un abogado. Miré en la guía telefónica. En principio no parecía tratarse de ningún engaño ya que, en la guía, el nombre y la dirección correspondían a un bufete de abogados.

Pedí poder dejar mi trabajo a media mañana y me dirigí a ver el abogado con el que había hablado por teléfono. Cuando llegué al despacho, una señorita me preguntó qué deseaba. Le di mi nombre y el nombre de la persona que había pedido hablar conmigo por teléfono y ella me pidió que esperara un momento. Vi como hablaba por teléfono. No tuve que esperar ya que enseguida salió un señor que, después de darme las gracias por haber aceptado entrevistarme con él, me dijo que por favor le acompañase a su despacho. Al entrar, me ofreció una silla y me dijo: “Por favor, siéntese.” Comenzó diciendo que lamentaba tener que comunicarme que mi padre había muerto, a lo que yo respondí que debía haber un error ya que yo no tenía padre. Me respondió que estaba al corriente de todo lo que a mi pasado se refería pero que, por decirlo de alguna forma, se refería al hombre que era mi padre biológico aunque también me comentó que sabía que no me había dado sus apellidos y que nunca se había dado a conocer, en parte por circunstancias que en su momento hicieron imposible que pudiese verme ni ponerse en contacto conmigo. A lo que yo respondí: “Lo siento pero no puedo sentir pena por la muerte de un hombre que engañó e hizo sufrir a mi madre y que nunca fue capaz de dar la cara como un hombre, ni tan siquiera para conocer a su propia hija.” Entonces, él dijo: “Mire, señorita, yo no puedo dar respuestas a todas las preguntas que seguro debe tener pero le responderé a todo lo que yo sé.” A lo que yo respondí: “Hace tiempo que dejé de hacerme preguntas sobre el pasado. Sólo deseo que me diga por qué deseaba verme y hablar conmigo con tanta urgencia.” A continuación, se explicó: “Mire, señorita Mar, la he estado buscando y he investigado cómo podía ponerme en contacto con usted porque, al morir su padre biológico, dejó testamento y en él le nombraba a usted heredera de todos sus bienes.” Yo, sorprendida, comenté: “¿A mí? Pero ese señor del que usted me está hablando, según tengo entendido, estaba casado.” Y él me dijo: “Sí, señorita, pero hace ya años que se divorció de la que hasta entonces fue su esposa. Al parecer, tras el divorcio ella decidió volver a su país, ya que era de nacionalidad francesa, y pasado un tiempo ella volvió a casarse de nuevo. Dado que no tuvieron hijos, no volvieron a verse. Y, por lo que yo he podido saber, no se molestó ni en ir a su entierro, a pesar de que yo mismo le comuniqué la muerte de su exmarido.” Entonces, yo pregunté: “Por lo que usted me está diciendo, ¿yo soy su única descendiente?” Y él me contestó: “Sí, y su única heredera, ya que así lo decidió en su testamento mucho antes de morir.” Yo no entendía nada: “Disculpe pero en este momento ni siquiera tengo claro que yo desee pensar que soy su hija. Y mucho menos de si debo aceptar ser su heredera, dado que yo personalmente no me considero su hija. Creo que debo pensar detenidamente antes de decidir lo que debo hacer.” Él insistió: “Mire, señorita, yo respeto su decisión de querer pensarlo, pero tenga en cuenta que se trata de una gran fortuna y seguro que su madre le diría que la aceptara. Yo personalmente creo que se lo merece por todo lo que usted y su madre han tenido que pasar a lo largo de todos estos años.” Mientras me levantaba, le dije: “Gracias por su consejo. Le aseguro que lo tendré en cuenta a la hora de tomar una decisión. Y, ahora, si me disculpa… Gracias por todo. Ya le comunicaré mi decisión.” Él estrechó mi mano a la vez que volvía a decirme que, por favor, me lo pensase bien, que no tomase una decisión precipitada sin antes consultárselo.

Aquella noche apenas pude dormir. Mi orgullo me decía que no debía aceptar nada de aquel hombre que nunca quiso saber nada de mí ni de mamá. Pero en mi cabeza oía las palabras del abogado de que mi madre me diría que debía aceptar. Cuando al fin pude conciliar el sueño, no pude dormir bien. Tenía continuas pesadillas. En ellas veía a mamá sonriéndome pero, al llamarla, desaparecía. Me despertaba sudando y, cuando lograba por fin volverme a dormir, veía la cara del abogado hablándome, aunque no podía entender nada de lo que me decía. Cuando por fin sonó el despertador, me desperté con un fuerte dolor de cabeza y sin saber qué decisión debía tomar.
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dissabte, 21 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (VI)

Dicen que el tiempo lo cura todo. En mi caso fue verdad. Llegó un momento en que, al pensar en mamá, ya no sentía dolor sino sólo tristeza al saber que nunca más volvería a verla.

No quise dejar el piso del pueblo y algunos fines de semana los pasaba allí, limpiando y poniendo las cosas en orden. Aprovechaba mi estancia en el pueblo para visitar a Juan y a Carmen ya que ellos siempre se alegraban mucho de verme y les agradaba que pasase el día con ellos y les contase cómo me iban las cosas por Barcelona y en el trabajo.

Los demás fines de semana los pasaba con mis compañeras de piso o con Eva, con la que seguí manteniendo una muy buena amistad. Íbamos al cine, al teatro o a alguna fiesta en la que nos invitaban.

En una de esas fiestas conocí a un joven educado y bien parecido con el que tuve una relación de amistad. Al menos para mí, fue sólo eso. Pero al parecer él deseaba que hubiera algo más intenso y a la vez más comprometido. Así que, al poco tiempo, dejé de verle ya que no me parecía justo que él se hiciera ilusiones cuando yo no estaba dispuesta a tener ninguna otra relación que no fuese una buena amistad.

Yo, desde hacía tiempo, ya había decidido cómo quería que fuese mi vida. No quería ninguna relación seria ni comprometida. No quería casarme. Y, si llegaba realmente a enamorarme, viviría el amor con toda la pasión que sintiera en aquel momento. Pero solo mientras durase, ya que sabía que el amor no dura eternamente y que, cuando se termina, lo mejor es dejarlo cuanto antes mejor y así ahorrarse sufrimientos inútiles para ambas partes. Según mi forma de pensar, nunca pude entender qué tiene que ver el amor con el matrimonio ni con el hecho de que una mujer quisiera tener hijos. Yo eso lo tenía muy claro: yo nunca tendría hijos.

Un día, hablando con Eva, le conté cómo había decidido vivir mi vida. Ella me escuchó con mucha atención. De hecho, siempre lo hacía con todos. Era una de las muchas cosas que admiraba de ella. Tenía un carácter abierto y nunca juzgaba a los demás. Siempre decía que todos tenemos derecho a tener nuestras propias opiniones, fuesen cuales fuesen. Ella decía que ella no era perfecta y por eso no podía juzgar a los demás. Era por eso que yo siempre le explicaba mis cosas, porque sabía que ella no me juzgaba sino que sólo me escuchaba y, si lo creía necesario, me daba su opinión. Aquél día, después de escucharme, me dijo: “Sé que, cuando tú decides hacer alguna cosa, ya te lo has pensado mucho. Yo no soy nadie para decirte lo que tienes que hacer. Además, yo no he tenido, por suerte, que pasar las cosas por las que tú has tenido que pasar. Ni he tenido tus malas experiencias. Yo comprendo y comparto tu forma de pensar en muchas de las cosas que tú me dices. Creo que lo que tú deseas, ante todo, es ser independiente y gozar del amor sin por eso dejar de sentirte libre. Pero deberás tener mucho cuidado, dado que me dices que no deseas tener hijos. A veces hay ocasiones en las que es difícil tenerlo todo controlado. Sobretodo si estás enamorada.” Yo le contesté: “Sé que tienes razón. Pero ya he pensado en ello: he decidido operarme.” Sorprendida, ella repitió: “Operarte.” Y yo continué: “Sí, quiero hacerme una operación para no quedarme embarazada y he decidido hacerlo estas vacaciones.” Eva se quedó mirándome sorprendida y, cuando habló, fue para decir: “Bueno, si ya lo has decidido, no creo que sirviera de nada lo que yo pudiera decirte. Sólo te pido que, por favor, si lo haces lo hagas en una buena clínica y que antes de hacer nada te asesores bien por un buen especialista. Y que me dejes que te acompañe, que no vayas tu sola. Por favor, déjame que yo esté a tu lado en esos momentos.”

Fui a una de las mejores clínicas privadas de la ciudad. Hablé con el ginecólogo del centro clínico. Al principio puso muchos reparos, en parte por ser tan joven. Además, lo que yo quería hacer, una vez hecho, no tenía vuelta atrás. Me recomendó que, antes de hacer una cosa tan drástica, mejor hablara con el psicólogo del centro. Una vez hubiera hablado con él, volveríamos a vernos. El mismo doctor me dio día y hora para hablar con el psicólogo. Fui y hablé largo rato con él. Le expuse mis razones para desear dicha operación. Después de escucharme atentamente, me hizo muchas preguntas a las que yo respondí con sinceridad pero con firmeza y decisión. Trató de persuadirme pero mi decisión seguía siendo la misma. Cuando terminó de hablar conmigo, me dijo que estudiaría mi caso y que me llamaría para decirme el resultado de su decisión. Al final su decisión fue que yo ya era lo suficiente madura para tomar yo misma esa decisión dado que ya era mayor de edad. Y, en mi caso, dado que no tenía familia que pudieses decidir por mí, no ponía por su parte ningún impedimento. Añadió que haría llegar su diagnóstico al ginecólogo con el que yo había hablado anteriormente. Pero aquello tuvo que posponerse para unos pocos años más tarde, ya que ocurrió algo del todo inesperado para mí…
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dilluns, 16 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (V)

Un viernes, en cuanto ví a mamá, la encontré muy desmejorada. Le pregunté qué le ocurría y su respuesta fue que sólo se sentía cansada, que seguro que era por culpa del cambio de estación ya que estaba empezando la primavera. Yo le aconsejé que fuera al médico pero me dijo que ya había ido a la farmacia, que le habían dado unas vitaminas y que seguro que en unos días se encontraría mejor.

Pero pasaban las semanas y no mejoraba, así que le pedí que por favor se fuese al médico. Me contestó que sí pero, cómo yo no estaba muy segura de que fuese a ir, le pedí a Carmen que por favor se asegurara de que fuese al médico. Carmen me dijo que no me preocupase ya que, como yo no estaba en el pueblo, ya había pensado en ir con mamá. El miércoles llamé a mamá para preguntarle qué le había dicho el médico. Me respondió que el médico le había dicho que lo mejor sería hacerle unos análisis, que el viernes tenía que ir al ambulatorio a hacérselos, que seguramente tardaría unos días en tener los resultados, pero que yo no me preocupara, que ya se encontraba mucho mejor.

Pero el viernes, en cuanto la ví, supe que no estaba mejor sino todo lo contrario. Su rostro estaba pálido y se la veía muy fatigada. Ella trataba de ocultármelo riendo y haciendo bromas conmigo pero yo, que la conocía bien, sabía que estaba fingiendo. Volví a pedirle a Carmen que por favor acompañase de nuevo a mamá al médico para saber los resultados de los análisis. Carmen me dijo que ella ya había pensado en acompañarla, que yo no sufriera, que en cuanto supiera los resultados me llamaría por teléfono.

Pasé toda la semana preocupada hasta que por fin me llamó Carmen. Pero lo que me contó me dejó todavía mucho más preocupada. El médico le dijo que lo mejor sería que ingresara un par de días en el hospital ya que allí podrían hacerle pruebas para así tener un diagnóstico más seguro y poder darle el tratamiento más adecuado.

Al terminar de hablar por teléfono con Carmen, no me lo pensé dos veces y solicité hablar con el jefe de personal para pedirle unos días de fiesta para poder acompañar a mamá al hospital. El jefe de personal me comentó que tenía que consultarlo pero que enseguida me diría si podía marcharme. Al cabo de unos minutos, mi jefe me llamó a su despacho y me dijo que no me preocupase, que hiciera los días de fiesta que fueran necesarios y que, si necesitaba cualquier cosa, fuese lo que fuese, no dudara en pedírselo ya que sabía por su hija Eva lo mucho que significaba mi madre para mí.

Salí en el primer tren que encontré que llegase hasta el pueblo, salí de la estación corriendo, y llegué al bar casi sin aliento. Juan me dijo que mamá no había ido a trabajar y que Carmen estaba en casa con ella. Juan cerró el bar y me acompañó en su coche. En cuanto ví a mamá, supe que nada bueno le ocurría. Su sonrisa al verme era más bien una mueca. Su rostro moreno por naturaleza era ahora de un color verdusco. Y sus ojos siempre tan alegres estaban apagados y sin brillo. No me gustó en absoluto su aspecto. Así que, después de hablar con Carmen, decidí llamar a urgencias para que enviasen una ambulancia a buscar a mamá. Ella no dejaba de decir que no me preocupara, que ya estaba mucho mejor, que no había motivos para llamar a una ambulancia. Pero yo estaba segura de que sí había motivos para preocuparse.

Al llegar al ambulatorio, tras el reconocimiento, el doctor que la atendió me comunicó que lo mejor era su ingreso en el hospital ya que veía a mamá en un estado muy preocupante.

Tras el ingreso de mamá en el hospital, comenzaron a hacerle pruebas y más pruebas. Y, cada vez que yo preguntaba qué era lo que pasaba, la respuesta era siempre la misma: todavía no tenemos un diagnóstico seguro, seguimos haciéndole pruebas, en cuanto tengamos todos los resultados el doctor hablará con usted.

Tuve que esperar dos días hasta que el doctor por fin habló conmigo. El diagnóstico fue mucho peor de lo que yo podía haberme imaginado. El doctor empezó por decir que todas las pruebas que le habían realizado no rebelaban nada bueno. Tras una pausa, que a mí me pareció eterna, dijo: “Su madre tiene cáncer.” Enseguida me apresuré a preguntarle al doctor: “Pero podrá operarla y se pondrá bien, ¿verdad?” El doctor me miró con cara muy seria y me dijo: “Lo siento pero no se puede operar. De hecho, por desgracia, lo único que podemos hacer es procurar que no sufra ya que el cáncer está tan extendido que nada se puede hacer ya.” Yo, con un hilo de voz, sólo atiné a preguntarle: “¿Cuánto tiempo cree usted que vivirá?” Y me respondió: “No se lo puedo decir con certeza, pero no creo que aguante mucho ya que el cáncer ha afectado, además de varios órganos, también su corazón.” Yo volví a insistir: “Pero, ¿cuánto, doctor?” Y el repitió: “No mucho.” Y agregó: “Quizás unas semanas, o solo unos días. Lo siento, pero no puedo asegurarle nada.” Entonces apoyó su mano en mi hombro y dijo: “Debes intentar ser fuerte. No dejes que ella se dé cuenta de lo que tú sufres ya que eso no le ayudará. Lo mejor es evitarle cualquier preocupación.” Y añadió: “Siento mucho que tengas que pasar por esto siendo tan joven. Lo siento mucho.”

Al regresar al lado de mamá con el corazón destrozado, tuve que esforzarme mucho para que ella no se diera cuenta del estado emocional en el que yo me encontraba en aquellos momentos. Todavía hoy no sé cómo ella, que tan bien me conocía, no se dio cuenta de que le estaba ocultando la verdad. Pero quizás fue debido a lo débil que se encontraba… Me preguntó qué me había dicho el médico y yo le respondí que el doctor con el que había hablado había dicho que tenía anemia y que por eso se encontraba tan débil. “Pero podemos marcharnos a casa ya, ¿verdad?” me preguntó. Yo, con un nudo en la garganta, le respondí que todavía no nos podíamos marchar debido a que tenían que suministrarle vitaminas a través del suero ya que de esa forma se recuperaría antes y, además, allí podrían ir haciéndole análisis para ver su evolución.

Aquella misma tarde empezaron a suministrarle morfina a través del suero que tenía puesto ya que se quejaba de dolores en el pecho. Al principio, en pequeñas dosis. Pero, a medida que iban trascurriendo los días y su estado empeoraba y se la veía sufrir, fueron aumentando las dosis. Yo veía cómo mamá se iba debilitando poco a poco. Ella se pasaba casi todo el tiempo medio adormecida, sólo en algunos momentos parecía estar un poco más despierta. Era entonces cuándo yo aprovechaba para hablarle un poquito, aunque ella ya había dejado de darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor casi por completo. Sólo durante apenas unos pocos minutos parecía estar totalmente consciente de lo que ocurría a su alrededor.

Recuerdo con mucha tristeza un día en que, al despertarse, parecía que hubiera mejorado. Cómo todos los días estaba a su lado, de pronto agarró mi mano y la apretó con fuerza a la vez que me decía: “Lo siento mucho mi cielo, pero tengo que dejarte. Ha llegado mi hora. Siento mucho tener que dejarte tan sola, pero no puedo seguir luchando más.” Yo me eché encima de ella besándola en las mejillas y, sin poder ya contener mi angustia, rompí a llorar diciéndole al mismo tiempo: “No, por favor, mamá, no digas eso, no, por favor, no.” En ese momento mamá abrió sus ojos desmesuradamente y estiró sus brazos con fuerza como si quisiera incorporarse. De pronto, de su garganta salió algo parecido a un gemido, su cuerpo pareció relajarse y volvió su cabeza para un lado. En aquel instante la miré y supe que mamá se había ido para siempre. Y, por desgracia para mí, así fue.

De todo lo que pasó después, no recuerdo casi nada. Era cómo si me encontrase en un estado en el que no era consciente de nada de lo que sucedía. Parecía un robot, iba de un lado para otro sin saber lo que hacía. Cuando me hablaban, respondía con un gesto o con un sí o un no. Aunque deseaba llorar, no podía. Así estuve durante los días en que estuve viviendo en casa de Juan y Carmen. Hasta que de nuevo regresé al lugar que había sido nuestro hogar. Al entrar, olí su olor. Creo que en ese momento fue cuándo fui consciente de todo lo que en realidad había sucedido.

Por fin empecé a llorar, desconsolada. Sentía un profundo dolor que parecía salir de lo más profundo de mi corazón. En aquel instante, me dí cuenta de lo sola que me había quedado. Estuve llorando durante horas hasta que, por fin, agotada de tanta llorar, me quedé dormida.

Pero, por suerte y por las obligaciones, la razón superó a la tristeza y decidí incorporarme de nuevo a mi trabajo. El tiempo y mi dedicación total al trabajo hicieron que mi tristeza fuera, día a día, un poco más soportable. Fue con el tiempo y con la ayuda de las personas que en aquellos días tan tristes para mí estuvieron siempre a mi lado ayudándome a superar mi gran tristeza, que recuperé de nuevo las ganas de vivir.

divendres, 13 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (IV)

En la universidad hice una buena amistad con una compañera de un lugar cercano a Barcelona. Se llamaba Eva. Una vez terminados los estudios, seguíamos manteniendo contacto a menudo por teléfono.

Un día le comenté la idea de irme del pueblo ya que allí no veía ninguna oportunidad de futuro para mí. Y, al cabo de unos días de haber hablado con ella, me llamó y me comentó que en la empresa de su padre necesitaban una secretaria ya que la que había ocupado ese puesto hasta entonces se había despedido por querer completar sus estudios en otro país. Si yo lo deseaba, ella hablaría con su padre para que me concediera una entrevista. Pero me dejó claro que el puesto tendría que ganármelo yo dado que su padre era muy riguroso con todo lo que se refería a la elección del personal para su empresa.

Lo estuve pensando y, aunque no era el trabajo que en principio había deseado, ese podía ser un buen comienzo. Además, en una gran ciudad sería más fácil encontrar el trabajo que yo deseaba. Aquella misa noche, ya en casa, se lo estuve explicando a mamá. Ella comprendió mi situación. Aunque le dolía que volviera a marcharme, entendió muy bien mis deseos y la necesidad de tener que marcharme, al final y al cabo, para eso había estudiado tanto. Yo le prometí ir a verla todos los fines de semana ya que Barcelona no estaba tan lejos. Además, ella podía llamarme por teléfono siempre que lo deseara. Todo eso, claro está, siempre que yo fuera elegida para el trabajo del cual mi amiga me había hablado. Al día siguiente llamé a mi amiga Eva, le dí las gracias por su interés en ayudarme, y le dije que sí a su propuesta.

La semana siguiente tuve la entrevista con el padre de mi amiga. Me pareció un buen hombre desde el primer momento, ya que fue muy atento conmigo ya que, al parecer, su hija le había hablado muy bien de mí. Enseguida me dejó muy claro que, si era tan inteligente cómo le había dicho su hija, el trabajo sería mío. Para evitar favoritismos, la entrevista me la haría el jefe de personal y, si era elegida, estaría tres meses de prueba en la empresa y, si demostraba que servía para el puesto, volveríamos a hablar. Yo le dije que aceptaba. Además, me parecía del todo justa su propuesta.

Al cabo de una semana, ya estaba trabajando. Durante las dos primeras semanas, la que hasta en aquél momento fuera la secretaria del dueño de la empresa se encargó de ponerme al corriente del que sería mi trabajo.

El problema del alojamiento se solucionó rápido gracias a Eva. Compartiría piso con dos compañeras del trabajo que se habían independizado y que, por suerte, no tuvieron ningún reparo en compartir su piso conmigo.

A los cuatro meses, mi vida transcurría muy plácidamente. Tenía un buen empleo, un buen sueldo, y el horario era el mejor para mí ya que trabajaba de ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, con lo que podía disponer de casi toda la tarde libre. Decidí aprovechar parte de ese tiempo para estudiar idiomas y así mejorar los que sólo dominaba lo justo para salir de un apuro.


Todos los viernes, al terminar mi trabajo, me marchaba en el primer tren que salía para la costa. El viernes mi comida consistía en un bocadillo que me comía durante el trayecto en tren hacia casa. Al llegar a la estación, tenía un buen trecho hasta el bar dónde trabajaba mamá. A veces estaba de suerte y había algún conocido en la estación y ese día no tenía que hacer la gran caminata. Si hacia mal tiempo o llovía, Juan venía a recogerme a la estación ya que siempre llegaba en el mismo tren. Aunque el tren no llegase siempre puntual, Juan siempre esperaba mi llegada. Después de abrazar y besar a mamá y saludar con un beso a Carmen, siempre me quedaba en el bar ayudando hasta que mamá terminaba su trabajo. Ya en casa, mamá y yo hablábamos de todas las cosas que nos habían ocurrido durante la semana. Fue una de las mejores épocas que pasamos mamá y yo.
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dimecres, 11 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (III)

Al parecer, el profesor aconsejaba a mamá que yo fuera a la universidad porque, dada mi facilidad para los estudios y mis ganas de aprender y mi esfuerzo, podía conseguir buenas notas. El profesor, después de haber hablado con el director, había acordado ayudarme para poder conseguir una beca para poder ir a la universidad si yo así lo deseaba, y pedía a mamá que por favor se pasara por el instituto para poder hablar de ello.

Desde el día en que entregué las notas, todo estaba cambiando. A mí no me gustaba nada el rumbo que estaban tomando las cosas. Cuándo mamá terminaba su trabajo, ya no tenía prisa cómo antes para que nos fuésemos a casa. Esperaba a que se fueron los clientes que todavía había en el bar y luego se sentaba en una mesa con Juan y Carmen y la conversación era siempre la misma. Uno decía que si la mejor universidad estaba en Barcelona, el otro que era la de Salamanca, mi madre decía que lo mejor sería que fuera a la más cercana de casa… Uno decía que lo mejor era que estudiara medicina, el otro que no, que lo mejor era esto o aquello…

Al principio me hacía gracia y me sentía alagada de ser el centro de atención. Pero al final terminé cansándome de oír siempre la misma historia y pensé que todo aquello tenía que terminar ya. Así que me armé de valor y aquella misma tarde, cuándo cómo todos los días se sentaron y empezaron con la misma conversación de siempre, me pues seria, me levanté de la silla, puse mis brazos en jarras y, con voz firme, les dije: “¡Basta ya! No podéis ser vosotros quiénes decidáis de esta forma mi futuro. Soy yo quién va a tener que estudiar y quién va a tener que pasarse muchas noches estudiando y esforzándome para terminar la carrera. Además, tengo que intentar no defraudaros. Así que voy a ser yo quién decida lo que voy a estudiar y a qué universidad voy a ir. Y se acabó tanta inútil conversación. Así que, por favor, no se hable más de mis estudios. Ya hablaremos de ellos cuándo sea el momento.” Apenas había terminado de hablar, ya me estaba arrepintiendo de todo lo que había dicho. Sobretodo por mamá. Los tres se me quedaron mirando con cara de no creer lo que acababan de oírme decir. De pronto, Juan dijo: “Mira… y yo que creía que no tenía carácter la niña…” todos empezaron a reírse. Mamá sólo dijo: “Dí que sí, tesoro, tienes toda la razón. Además, me ha gustado ver que tienes carácter y temperamento. Eso es bueno.”

Después de aquella tarde, yo fui quién comentaba lo que quería estudiar y a qué universidad había pensado ir. Y nadie puso ninguna objeción a mis deseos, solo me daban su opinión y su consejo que, cómo es de suponer, yo siempre tenía en cuenta. Por fin mamá y yo pudimos hablar de nuevo de nuestras cosas. Y todo volvió como a ser normal como siempre en nuestras vidas.

Un día en que las dos estábamos sentadas en una terraza tomando un helado, mamá se dio cuenta de que todos los muchachos que pasaban se me quedaban mirando. De pronto se puso muy seria y me dijo: “Mar, ahora que te has convertido en una muchacha muy linda y con un cuerpo que todas las muchachas de tu edad envidian, debes tener mucho cuidado ya que los hombres son todos por naturaleza cazadores. Cuándo ven una mujer cómo tú es cómo si vieran una magnífica presa y, cuándo más bonita es la presa, más armas emplean para poder cazarla. Por favor, Mar, ten mucho cuidado.” Yo le dije: “Mamá… Que ya no soy ninguna niña y sé muy bien lo que tengo que hacer. Tú no te preocupes. No temas, que no me va a pasar lo que te pasó a ti. Tú me has enseñado cómo tengo que comportarme. He tenido suerte de tener una buena maestra, que se ha esmerado mucho en hacerme ver la realidad y cómo pueden ser de difíciles las cosas si no se piensan bien.” Y añadí: “Mamá… ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Cuándo hace años te mareaste en el bar, fue por qué el hombre que te miró era mi padre, verdad?” A lo que ella me preguntó: “¿Cómo has llegado a esa conclusión?” Yo respondí: “No lo sé, pero he pensado mucho en ello…” Y ella se explicó: “Sí, tienes razón, lo era. No quise decirte nada porque eras todavía muy niña para comprenderlo. Además, no hubiera servido de nada contártelo. Él no volvió al bar nunca más. Además, Juan se encargó de investigar por su cuenta ya que tuve que explicarle a él y a Carmen la verdad.” Inevitablemente yo le pregunté: “¿Y qué descubrió?” Y ella respondió: “Nada bueno hija. Al parecer, la mujer que le acompañaba era su esposa con la que llevaba casado varios años, más de los que tú tenías. Además, no era de Valencia cómo me dijo sino de Barcelona, y el apellido que me dijo ser el suyo también fue falso. ¡Dios, cómo pude ser tan tonta!” Yo dije sonriendo: “Bueno, todo no fue tan desastroso. Yo estoy aquí. Al final, algo bueno salió. ¿Verdad, mamá?” Ella respondió mirándome con su sonriente cara morena: “Sí, tienes razón. Tú, hija mía, eres lo mejor que me pudo pasar en esta vida. Lo demás creo que es mejor olvidarlo. ¿Qué té parece a ti?” Y yo contesté: “Por mí, mamá, ya está olvidado.” Y ya nunca más volvimos a hablar de ello.

Aquel otoño e invierno estuve estudiando y preparándome para el examen de selectividad. En la primavera llegaron los exámenes y yo, naturalmente, estaba nerviosa ya que era mucho lo que estaba en juego para mí. Además, no podía de ninguna manera fallar a los que tanto confiaban en mí. Así que, al entrar en la sala dónde se llevaban a cabo los exámenes, tragué saliva y me dije a mi misma: “¡Adelante, tú puedes y debes salir airosa de esto!” No sé si fue suerte o lo mucho que había estudiado o las dos cosas, pero lo importante fue que el resultado no pudo haber sido mejor.

Yo no me imaginaba ni remotamente la que se iba a montar en cuanto mamá, Juan y Carmen supieron el resultado. Hubo una gran fiesta en el bar con los clientes que me conocían desde quera una niña, los amigos. Tuve regalos, besos, abrazos y sobretodo cariño y muchas felicitaciones. Y, como no, mamá que desbordaba alegría por todos los poros de su piel morena.

En octubre tocó despedirse ya que la universidad dónde iba a cursar mis estudios estaba lejos de casa. Juan y Carmen me habían encontrado alojamiento en casa de unos familiares que vivían en un pueblo cercano al lugar dónde estaba la universidad dónde yo cursaría mis estudios. Eso sirvió para que mamá estuviese un poquito más tranquila. Yo le prometí llamarla todas las semanas e ir a verla en cuándo tuviera unos días de fiesta. Por su parte, Juan y Carmen prometieron cuidar de mamá. Cuándo me despedí de ellos, Juan me entregó un abultado sobre al mismo tiempo que me decía: “Ahora no digas que no. Esto es por todas las alegrías que nos has dado. Y no se te ocurra no estudiar, que tú puedes conseguir todo aquello que te propongas.” Les dí las gracias con un abrazo y un gran beso diciéndoles que podían estar seguros que lo intentaría con todas mis fuerzas.

Jamás pensé que, estar lejos del lugar en el que había crecido y lejos de todos, fuera tan duro. Pero lo era y mucho. Todo era extraño para mí. Aunque las personas con las que fui a vivir eran buena gente, la verdad es que echaba mucho de menos a los que habían compartido mi vida hasta entonces: los amigos del pueblo, mamá, Juan y Carmen… Pero sobretodo a toda la gente del pueblo que me conocían desde que nací y que cuándo iba por la calle siempre me saludaban pronunciando mi nombre. Antes era algo que, cuándo me sucedía, yo no le daba ninguna importancia. Ahora que estaba lejos sí que echaba de menos todos aquellos pequeños detalles.

Así que me dediqué a estudiar sin tregua ni descanso. De esa forma no tenía tiempo para pensar. Eso fue bueno para mí y para mis estudios. También conocí compañeros con los que pasé buenos momentos e hice buenos amigos. Y también conocí a otros compañeros de les que valía más mantenerse alejada para de esa forma no tener problemas.

Dado lo difícil que resultaron los estudios y lo muy ocupada que estuve siempre, los años pasaron rápido y, por fin, llegaron los exámenes finales. Mi gran esfuerzo dio buenos resultados. Quizás por las muchas noches que pasé sin dormir, tomando una taza de café tras otra para no quedarme dormida y poder seguir estudiando. Pero lo realmente importante fue que al final todo salió cómo todos deseábamos.

Por fin pude volver a casa con los míos, contenta y satisfecha con los resultados, y con una licenciatura en mi poder que, además, hacía que sintiese muy bien conmigo misma.

Pero pronto me di cuenta de que, en aquél lugar, mis estudios no me servían de nada. Si quería un buen futuro para mí, tendría que volver a marcharme ya que en aquél querido pero pequeño pueblo no iba a tener ninguna posibilidad de encontrar un buen empleo y, por lo tanto, tener el buen futuro que tanta mamá cómo yo habíamos deseado y por el que tanto habíamos trabajado.
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dilluns, 9 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (II)

Yo, como siempre, estaba jugando con mi muñeca y entró en el bar un señor muy apuesto con una señora muy elegante y guapa. Se parecía a las señoras que salían en la televisión. Mamá estaba en la cocina mirando de reojo lo que yo hacía cuándo yo me acerqué a la mesa dónde ellos estaban. No sé porqué lo hice, quizás por simple curiosidad. La señora elegante me miró, sonrió y, mirando al señor que le acompañaba, le dijo: “Mira, querido, esta niña tiene los ojos cómo tú.” En ese mismo instante, mamá sacó su cara por la puerta y me dijo: “Hija, no molestes a los señores, ven aquí.” Al oírla, el señor miró hacia la puerta y se quedó mirando a mamá. Ella cerró la puerta y se apoyó en la mesa de la cocina. En ese momento yo entré y, al ver a mamá en el estado en que se encontraba, me asusté y llamé a Juan con un grito. Entró justo para coger a mamá antes de que cayera al suelo. Juan me ordenó que le acercara una silla y allí sentó a mamá. En ese instante entró Carmen. “¿Qué ha pasado?” preguntó al ver a mamá en aquel estado. “Creo que María se ha mareado” le respondió su marido. Mamá seguía con su rostro pálido. Ella que tenía la piel morena, de pronto había perdido su color. Eso aumentó mi temor. Realmente a mamá le ocurría algo malo, pensé. Inmediatamente comencé a llorar, por lo que Carmen intentó tranquilizarme diciéndome que no pasaba nada, que sólo se había mareado por culpa del calor, pero que enseguida se le pasaría. Juan me agarró de la mano a la vez que me decía “Vamos fuera, dejemos a mamá un ratito tranquila con Carmen, verás cómo enseguida se pondrá bien.” Y, casi tirando de mí, dijo: “Vamos a comernos un helado de los que a ti te gustan, vamos.”

En cuánto terminé mi helado, entré corriendo a la cocina. Mamá debía estar mejor pues ya había recuperado de nuevo su color. Yo corrí a abrazarla. “Mamá…. ¿Mamá, qué te ha pasado? ¿Ha sido por culpa mía, verdad? ¡Te prometo que no volveré a acercarme a ninguna mesa, te lo prometo!” dije desconsolada. Mamá se agachó y me abrazó con fuerza mientras me decía: “Mi tesoro, no ha sido por tu culpa, es que hacía mucho calor y me he mareado. Pero tú no te preocupes, que ya se me ha pasado. Tú ve a jugar fuera, que aquí hace mucho calor” Y, sonriendo, me dijo: “Y estate tranquila.” Su sonrisa me tranquilizó más que sus palabras. Pero, a pesar de ello, de vez en cuando entraba a la cocina para ver cómo se encontraba. Al ver que todo seguía cómo siempre y que ella seguía limpiando como de costumbre, pronto olvidé lo ocurrido y seguí con mis juegos de niña. Es lo que en realidad era, sólo una niña. De la verdad de lo que en realidad pasó, me enteré unos años más tarde.

En septiembre empecé a ir a la escuela. Mamá decía que era el día más importante de mi vida, que desde aquél día lo único importante que tenía que hacer era estudiar mucho. Me habló con cariño pero también con firmeza. Dijo: “Mar, ahora ha llegado el momento en que tienes que demostrar lo mucho que tú vales. Sé que desde hoy muchas veces las cosas no te van a ser fáciles pero ahora te toca a ti luchar, tienes que estudiar mucho. Yo no quiero que el día de mañana tengas que trabajar tanto cómo lo estoy haciendo yo. Deseo que seas muy buena estudiante y que te conviertas en una señorita lista, educada e inteligente, y así el día de mañana serás una muchacha segura de ti misma, independiente y, sobretodo y lo más importante, no necesitarás de ningún hombre ni de nadie para poder vivir de la forma que tú hayas decidido.” Yo sólo tenía seis años y no entendía muy bien lo que mamá me estaba diciendo. Pero para eso estaba ella, para seguir recordándomelo durante los años siguientes, hasta que mi único propósito fue conseguir lo que ella he había repetido tantas veces.




Desde el momento en que empecé a ir a la escuela, mi vida fue cambiando poco a poco, casi sin darme cuenta. Ya no jugaba en el bar. Seguía yendo al bar todos los días después de clase, pero ya no jugaba. Ayudaba a mamá en la cocina para que pudiéramos marcharnos más temprano. Y, al llegar a casa, estudiaba. También estaba cambiando mi forma de ver las cosas. Ya no pasaba tanto tiempo con mamá. Me gustaba salir con mis amigas. Una de las cosas que más me gustaban era sentarme en la arena de la playa y contemplar el mar que, según me decían, a veces se volvía verde cómo el color de mis ojos. Me encantaba poder sumergirme y nadar en su clara y fresca agua. También habían cambiado mis gustos en mi forma de vestir. Antes siempre me parecía bien todo lo que mamá me compraba. Ahora me gustaban los vestidos bonitos cómo los que llevaban mis amigas. Recuerdo un día en que pregunté a mamá por qué nunca me compraba unas zapatillas deportivas de marca cómo las que llevaban mis amigas. La respuesta de mamá fue tajante. No podía gastar el dinero en unas zapatillas que apenas me iban a durar unos pocos meses. Era mucho más importante ahorrar eses dinero para mis estudios ya que de ellos dependía mi futuro. Y unas zapatillas, aunque fueran de marca, no me iban a solucionar mi futuro. Ya no volví a pedírselas nunca más ya que, en el fondo, sabía que tenía razón.

Al llegar las vacaciones de verano iba todos los días al bar ya que, si me quedaba en casa, me aburría porque tenía que pasar todo el día sola hasta la noche que era cuándo llegaba mamá. Además, el bar se había convertido en mi segundo hogar. Juan y Carmen eran, para mí, parte de mi familia. La verdad es que, aparte de mamá, eran las únicas personas con las que sabía desde muy niña que podía confiar.

Juan ya dejaba que estuviera en la barra del bar sirviendo a los clientes. E incluso cuando en pleno verano había muchos clientes, me dejaba salir a servir a la terraza del bar. Con el tiempo llegué a ser, según decía Juan, una buena camarera. Para aquél entonces ya había cumplido los quince años. Al atardecer, cuándo ya no había tantos clientes, Juan me decía: “Vete un ratito a la playa hasta que maría haya terminado, yo ya hablaré con ella.” Y sobre las ocho volvía al bar a buscar a mamá para marcharnos juntas a casa.

Al principio, al marcharnos el domingo, cuándo Juan daba el sueldo a mamá, también quiso darme dinero a mí. Pero yo lo rechacé. Le dije que no podía aceptar dinero después de lo mucho que ellos habían hecho por mí y por mamá. Creo que mamá aquél día se sintió orgullosa de mí. Yo seguí yendo todos los veranos al bar a echarles una mano y nunca quise aceptar ni una sola moneda.

Después de la escuela, fui al instituto. Recuerdo con orgullo cuándo, cumplidos los diecisiete años, terminé el curso y me entregaron las notas. Lo raro fue que, junto a las notas, el profesor me entregó un sobre para mamá. El sobre me intrigaba muchísimo pero no quise abrirlo ya que iba dirigido a mamá. Suponía que no podía ser nada malo ya que mis notas, como siempre, eran muy buenas. Me intrigaba mucho y estuve a punto de abrirlo en más de una ocasión de camino hacia el bar.

Cuándo llegué a la cocina entregué primero las notas a mamá. Ella se apresuró a leerlas y, cuándo las hubo leído, me abrazó y me besó con alegría. Después le entregué la carta. “¿Y esto qué es?” preguntó extrañada. “No lo sé. Es para ti, de parte del profesor.” le respondí. Abrió la carta, la leyó y de pronto se puso a llorar. Me agarró del brazo y, tirando de mí, salió de la cocina en busca de Juan y de Carmen. Yo, la verdad, estaba estupefacta. Juan y Carmen en ese momento estaban en la barra del bar. Mamá les enseño la carta casi sin poder pronunciar palabra alguna. Los dos la leyeron y, al terminar, Carmen me besó muy efusivamente y Juan me agarró por la cintura e intentó levantarme del suelo, aunque he de decir que no pudo ya que yo era mucho más alta que él, a la vez que decía: “¡Esta es nuestra niña!” Yo no entendía nada de nada de lo que estaba pasando. Al final mamá dejó de llorar y las cosas parecieron calmarse. Entonces yo pregunté: “¿Alguien puede explicarme qué pasa?” Lo extraño fue que yo entendiera algo ya que los tres me hablaban a la vez.
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divendres, 6 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (I)

Hola, me llamo Mar. Aunque mi nombre es muy bonito, de pequeña yo no era demasiado agraciada físicamente. Lo único bonito de mí eran mis ojos verdes que, aunque parezca raro, cambiaban de color según mi estado de ánimo y a veces se volvían grises. Mi pelo rubio era escaso y lacio. Eso hacía que me quedara pegado al rostro dándome un aspecto a mi parecer lastimoso. Era demasiada alta y, sobre todo, muy delgada. No es que no estuviese bien alimentada pero, como decía mamá, era como un saco agujereado que, por mucho que le eches cosas, nunca está del todo lleno. No era bonita como otras niñas de mi edad.



Mi madre era sudamericana. Era una de esas personas a la que mucha gente de aquí llama sudaca, unos sin mala intención y otros con claro despecho. Como muchos compatriotas de su país, se marchó de su pueblo y llegó a España en busca de fortuna. Y, una vez aquí, como tantos otros, no encontró fortuna sino soledad. Mucha soledad.

Como muchos emigrantes que llegaban a España, para poder subsistir tuvo que trabajar mucho y muy duro. Yo, cuando pienso en ella, sólo puedo recordarla trabajando siempre y cuidando de mí. Su única distracción era cuando tenía algún día libre, que eran muy pocos, y podíamos ir a la playa. Mamá preparaba bocadillos y fruta para poder pasar todo el día fuera: jugábamos con las olas, construíamos castillos de arena, y buscábamos conchas. Pero eso solo pasaba en primavera, en otoño y algún día de principios de invierno si hacía buen tiempo, ya que en verano mamá trabajaba todos los días sin tregua ni descanso. Pero, eso sí, siempre con una sonrisa en los labios. Incluso cuando las cosas se ponían feas, nunca estaba triste. Siempre me decía: “Somos personas con suerte porque nos tenemos una a la otra y nunca nos vamos a la cama con hambre”.

Conmigo intentó ser siempre sincera y siempre sabía explicarme las cosas con delicadeza. Cuando era todavía una niña ya me explicó, con toda la delicadeza que le fue posible y con su forma especial de decirme las cosas, que yo era lo que la gente solía llamar “hija de madre soltera”. Pero eso, me dijo, no debe preocuparte: no importa lo que pueda decir la gente ya que mi amor de madre es suficiente para que nunca eches de menos a un padre. Y puedo jurar que cumplió su promesa ya que nunca eché de menos el amor de un padre.

Mamá conoció al que sería mi padre biológico, ya que sólo eso fue en todos los aspectos, un verano en el pueblo dónde vivíamos. Él era, cómo tantos otros, un veraneante. Era un hombre de treinta y tantos años, alto, rubio, bien parecido, con unos maravillosos ojos verdes, con un formidable coche, una sonrisa cautivadora y una facilidad asombrosa para convencer a todo el que le escuchaba. Así que le fue muy fácil enamorar a una pobre chica de pueblo y así satisfacer sus deseos sin importarle lo más mínimo el daño que pudiese causarle con su forma de actuar, demostrando de esa forma ser un irresponsable.

Mamá le conoció en un baile que se hacía en el pueblo todos los años el día 24 de junio por la noche, la verbena de San Juan. Al parecer, él sabía cómo conquistar a las muchachas. Después de estar bailando toda la noche, quedaron para ir juntos a la playa al día siguiente. Y siguieron viéndose un día y otro. Mamá me explicó que pasaron dos semanas inolvidables. Yo ahora he encontrado un nuevo significado para la palabra inolvidable… Sobre todo para mamá seguro que fue inolvidable… Al cabo de dos semanas de salir juntos, Jordi, que así se llamaba, fue a verla al bar dónde ella trabajaba y le dijo que tenía que marcharse por un asunto urgente pero que volvería tan pronto cómo le fuera posible. Pero aquel verano no volvió y en octubre mamá supo que estaba embarazada. De él no sabía gran cosa, sólo sabía su nombre ya que el apellido que le dio no fue su verdadero apellido. Y, por lo que supimos años después, también se le olvidó decirle la verdad de otras muchas cosas.

Mamá siguió trabajando en el bar en el que trabajaba hasta que, por causa del avanzado estado del embarazo, tuvo que dejar de trabajar. Durante los tres siguientes meses, tuvo que vivir con los pocos ahorros que había conseguido ahorrar y con la generosa ayuda de alguna de las buenas personas del pueblo. Vivía de alquiler en un pequeño y viejo piso, en un lugar dónde casi nunca tocaba el sol, pero tenía la ventaja de ser económico. Trabajaba en la cocina de un bar cerca de la playa, todas las horas y todos los días que el dueño le permitía. En invierno hacía la limpieza, lavaba la ropa y planchaba, y nunca decía que no cuándo de trabajar se trataba ya que era la única forma que tenía de conseguir dinero para poder pagar todos los gastos de casa y poder comer.

Cuándo yo cumplí dos meses, mamá decidió que ya era hora de volver al trabajo. No quería seguir viviendo de limosnas ya que, aunque pobre, también tenía su orgullo que, según ella decía siempre, es lo único que puedes permitirte tener cuándo eres pobre. Así que fue a ver al dueño del bar dónde había trabajado durante dos años y le preguntó si podía volver a su anterior trabajo. Juan, que así se llamaba el dueño del bar, le dijo: “María, siempre has sido buena trabajadora. Por mí puedes volver cuándo tú lo desees pero, dime, ¿qué piensas hacer con tu hija?” María respondió que ya había pensado en ello y se le había ocurrido que podía llevar a su hija Mar en su cochecito y tenerla en la cocina ya que la niña, que era muy buena y tranquila, seguro que no causaría ningún problema. A lo que Juan le respondió: “Eso no puede ser, María. La niña es demasiado pequeña. No puede estar en la cocina. Mira de encontrar a alguien que cuide de ella mientras tú trabajas y podrás volver al trabajo en cuanto tú lo desees”. Mamá preguntó y buscó con esmero. Y por fin encontró a una mujer que hacía poco tiempo que había dado a luz un hijo y que accedió a cuidarme hasta que ella no decidiera incorporarse de nuevo a su trabajo. Sé que mamá lloró cuándo me dejó por primera vez para ir a su trabajo.



Rosa, que así se llamaba la mujer, me cuidó durante dos años mientras mamá trabajaba. Pero un día Rosa habló con mamá y le comentó que ella ya quería volver de nuevo a su trabajo y que, por tanto, le era imposible seguir cuidando de mí. Después de pensarlo muy detenidamente, mamá decidió que lo mejor sería que fuera al jardín de infancia del pueblo que, por cierto, lo había financiado en parte el ayuntamiento y resultaba económico, sobretodo para las mujeres que querían trabajar y no tenían con quién dejar a sus hijos. El único problema era el horario. Mamá volvió a hablar con Juan, el dueño del bar. Pero la respuesta de Juan fue la misma de la vez anterior: no, aquí no puede quedarse la niña mientras tú estés trabajando. Mamá suplicó una vez y otra vez. Pero Juan, a pesar de los ruegos de ella, no cambió de opinión. Así que ella buscó y preguntó por alguien que quisiera ir a buscarme al jardín de infancia y cuidarme hasta que ella saliera de su trabajo. Por mucho que buscó y preguntó, los días pasaban y no encontraba a la persona que quisiera cuidar de mí. Pero, cómo ella solía decir, Dios aprieta pero no ahoga.

Un día entró en la cocina la mujer de Juan y encontró a mamá llorando mientras lavaba los cacharros de la cocina. “¿Qué te pasa María? ¿Por qué estás llorando?” preguntó. Y ella respondió: “Estoy muy preocupada. No he encontrado a nadie que pueda cuidar de Mar mientras yo trabajo. No sé lo que puedo hacer.” Carmen, que así se llamaba, se quedó mirándola y, dándose cuenta de lo mal que María lo estaba pasando, le dijo: “Deja ya de preocuparte y no llores más. Yo hablaré con mi marido y verás cómo, entre todos, encontramos una solución.”

Al día siguiente, Carmen entró en la cocina con una gran sonrisa, se acercó a mamá y le dijo: “He hablado con Juan y, aunque no ha sido fácil convencerle, creo que hemos encontrado una solución a tu problema. Por lo menos durante un tiempo, hasta que llegue el verano. Mientras, tú tendrás más tiempo para buscar a alguien que pueda cuidar de Mar.” La solución que Carmen le propuso, a mamá le pareció un milagro del cielo. Carmen iría a buscarme al jardín de infancia, me llevaría al bar y cuidaría de mí hasta que mamá terminara su trabajo. Y así se solucionó el problema.

Lo que en principio tenía que durar hasta que empezara la temporada de verano, siguió aquel verano y varios más. Con el tiempo, llegué a ser parte del bar. Los clientes que venían al bar casi todos los días, se acostumbraron a mí y siempre se mostraban cariñosos conmigo y más de uno se entretenía jugando conmigo un ratito, aunque a mamá no le gustaba que tuviera confianza con los clientes ya que temía que el señor Juan, así lo llamaba ella, se pudiera sentir molesto. Pero en realidad no era así ya que, cuándo Juan oía a mamá que me reñía, él me sonreía y me guiñaba el ojo dándome a entender que no pasaba nada.

La señora Carmen me enseñó que mi lugar estaba en una mesa apartada de las demás, en un rincón, junto a la máquina de refrescos. Aquél era mi sitio. Allí podía jugar con mi muñeca, hacer mis garabatos, mirar a las personas que entraban… Pero lo que más me gustaba era escuchar sus conversaciones, aunque la mayor parte de las veces no pudiese entender de qué estaban hablando.

A medida que fui creciendo, la señora Carmen se fue olvidando de estar siempre controlándome en todo momento. Y eso mes gustaba ya que así gozaba de más libertad para moverme por todos los rincones. Aunque lo cierto es que mamá no apartaba los ojos de mí durante mucho tiempo.

Y así fueron pasando los meses y los años. Un día ocurrió algo de lo que yo casi no me dí cuenta. Pero lo cierto es que me llevé un gran susto ya que mamá casi se desmaya. Me quedó grabado en mi memoria para siempre.
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