divendres, 6 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (I)

Hola, me llamo Mar. Aunque mi nombre es muy bonito, de pequeña yo no era demasiado agraciada físicamente. Lo único bonito de mí eran mis ojos verdes que, aunque parezca raro, cambiaban de color según mi estado de ánimo y a veces se volvían grises. Mi pelo rubio era escaso y lacio. Eso hacía que me quedara pegado al rostro dándome un aspecto a mi parecer lastimoso. Era demasiada alta y, sobre todo, muy delgada. No es que no estuviese bien alimentada pero, como decía mamá, era como un saco agujereado que, por mucho que le eches cosas, nunca está del todo lleno. No era bonita como otras niñas de mi edad.



Mi madre era sudamericana. Era una de esas personas a la que mucha gente de aquí llama sudaca, unos sin mala intención y otros con claro despecho. Como muchos compatriotas de su país, se marchó de su pueblo y llegó a España en busca de fortuna. Y, una vez aquí, como tantos otros, no encontró fortuna sino soledad. Mucha soledad.

Como muchos emigrantes que llegaban a España, para poder subsistir tuvo que trabajar mucho y muy duro. Yo, cuando pienso en ella, sólo puedo recordarla trabajando siempre y cuidando de mí. Su única distracción era cuando tenía algún día libre, que eran muy pocos, y podíamos ir a la playa. Mamá preparaba bocadillos y fruta para poder pasar todo el día fuera: jugábamos con las olas, construíamos castillos de arena, y buscábamos conchas. Pero eso solo pasaba en primavera, en otoño y algún día de principios de invierno si hacía buen tiempo, ya que en verano mamá trabajaba todos los días sin tregua ni descanso. Pero, eso sí, siempre con una sonrisa en los labios. Incluso cuando las cosas se ponían feas, nunca estaba triste. Siempre me decía: “Somos personas con suerte porque nos tenemos una a la otra y nunca nos vamos a la cama con hambre”.

Conmigo intentó ser siempre sincera y siempre sabía explicarme las cosas con delicadeza. Cuando era todavía una niña ya me explicó, con toda la delicadeza que le fue posible y con su forma especial de decirme las cosas, que yo era lo que la gente solía llamar “hija de madre soltera”. Pero eso, me dijo, no debe preocuparte: no importa lo que pueda decir la gente ya que mi amor de madre es suficiente para que nunca eches de menos a un padre. Y puedo jurar que cumplió su promesa ya que nunca eché de menos el amor de un padre.

Mamá conoció al que sería mi padre biológico, ya que sólo eso fue en todos los aspectos, un verano en el pueblo dónde vivíamos. Él era, cómo tantos otros, un veraneante. Era un hombre de treinta y tantos años, alto, rubio, bien parecido, con unos maravillosos ojos verdes, con un formidable coche, una sonrisa cautivadora y una facilidad asombrosa para convencer a todo el que le escuchaba. Así que le fue muy fácil enamorar a una pobre chica de pueblo y así satisfacer sus deseos sin importarle lo más mínimo el daño que pudiese causarle con su forma de actuar, demostrando de esa forma ser un irresponsable.

Mamá le conoció en un baile que se hacía en el pueblo todos los años el día 24 de junio por la noche, la verbena de San Juan. Al parecer, él sabía cómo conquistar a las muchachas. Después de estar bailando toda la noche, quedaron para ir juntos a la playa al día siguiente. Y siguieron viéndose un día y otro. Mamá me explicó que pasaron dos semanas inolvidables. Yo ahora he encontrado un nuevo significado para la palabra inolvidable… Sobre todo para mamá seguro que fue inolvidable… Al cabo de dos semanas de salir juntos, Jordi, que así se llamaba, fue a verla al bar dónde ella trabajaba y le dijo que tenía que marcharse por un asunto urgente pero que volvería tan pronto cómo le fuera posible. Pero aquel verano no volvió y en octubre mamá supo que estaba embarazada. De él no sabía gran cosa, sólo sabía su nombre ya que el apellido que le dio no fue su verdadero apellido. Y, por lo que supimos años después, también se le olvidó decirle la verdad de otras muchas cosas.

Mamá siguió trabajando en el bar en el que trabajaba hasta que, por causa del avanzado estado del embarazo, tuvo que dejar de trabajar. Durante los tres siguientes meses, tuvo que vivir con los pocos ahorros que había conseguido ahorrar y con la generosa ayuda de alguna de las buenas personas del pueblo. Vivía de alquiler en un pequeño y viejo piso, en un lugar dónde casi nunca tocaba el sol, pero tenía la ventaja de ser económico. Trabajaba en la cocina de un bar cerca de la playa, todas las horas y todos los días que el dueño le permitía. En invierno hacía la limpieza, lavaba la ropa y planchaba, y nunca decía que no cuándo de trabajar se trataba ya que era la única forma que tenía de conseguir dinero para poder pagar todos los gastos de casa y poder comer.

Cuándo yo cumplí dos meses, mamá decidió que ya era hora de volver al trabajo. No quería seguir viviendo de limosnas ya que, aunque pobre, también tenía su orgullo que, según ella decía siempre, es lo único que puedes permitirte tener cuándo eres pobre. Así que fue a ver al dueño del bar dónde había trabajado durante dos años y le preguntó si podía volver a su anterior trabajo. Juan, que así se llamaba el dueño del bar, le dijo: “María, siempre has sido buena trabajadora. Por mí puedes volver cuándo tú lo desees pero, dime, ¿qué piensas hacer con tu hija?” María respondió que ya había pensado en ello y se le había ocurrido que podía llevar a su hija Mar en su cochecito y tenerla en la cocina ya que la niña, que era muy buena y tranquila, seguro que no causaría ningún problema. A lo que Juan le respondió: “Eso no puede ser, María. La niña es demasiado pequeña. No puede estar en la cocina. Mira de encontrar a alguien que cuide de ella mientras tú trabajas y podrás volver al trabajo en cuanto tú lo desees”. Mamá preguntó y buscó con esmero. Y por fin encontró a una mujer que hacía poco tiempo que había dado a luz un hijo y que accedió a cuidarme hasta que ella no decidiera incorporarse de nuevo a su trabajo. Sé que mamá lloró cuándo me dejó por primera vez para ir a su trabajo.



Rosa, que así se llamaba la mujer, me cuidó durante dos años mientras mamá trabajaba. Pero un día Rosa habló con mamá y le comentó que ella ya quería volver de nuevo a su trabajo y que, por tanto, le era imposible seguir cuidando de mí. Después de pensarlo muy detenidamente, mamá decidió que lo mejor sería que fuera al jardín de infancia del pueblo que, por cierto, lo había financiado en parte el ayuntamiento y resultaba económico, sobretodo para las mujeres que querían trabajar y no tenían con quién dejar a sus hijos. El único problema era el horario. Mamá volvió a hablar con Juan, el dueño del bar. Pero la respuesta de Juan fue la misma de la vez anterior: no, aquí no puede quedarse la niña mientras tú estés trabajando. Mamá suplicó una vez y otra vez. Pero Juan, a pesar de los ruegos de ella, no cambió de opinión. Así que ella buscó y preguntó por alguien que quisiera ir a buscarme al jardín de infancia y cuidarme hasta que ella saliera de su trabajo. Por mucho que buscó y preguntó, los días pasaban y no encontraba a la persona que quisiera cuidar de mí. Pero, cómo ella solía decir, Dios aprieta pero no ahoga.

Un día entró en la cocina la mujer de Juan y encontró a mamá llorando mientras lavaba los cacharros de la cocina. “¿Qué te pasa María? ¿Por qué estás llorando?” preguntó. Y ella respondió: “Estoy muy preocupada. No he encontrado a nadie que pueda cuidar de Mar mientras yo trabajo. No sé lo que puedo hacer.” Carmen, que así se llamaba, se quedó mirándola y, dándose cuenta de lo mal que María lo estaba pasando, le dijo: “Deja ya de preocuparte y no llores más. Yo hablaré con mi marido y verás cómo, entre todos, encontramos una solución.”

Al día siguiente, Carmen entró en la cocina con una gran sonrisa, se acercó a mamá y le dijo: “He hablado con Juan y, aunque no ha sido fácil convencerle, creo que hemos encontrado una solución a tu problema. Por lo menos durante un tiempo, hasta que llegue el verano. Mientras, tú tendrás más tiempo para buscar a alguien que pueda cuidar de Mar.” La solución que Carmen le propuso, a mamá le pareció un milagro del cielo. Carmen iría a buscarme al jardín de infancia, me llevaría al bar y cuidaría de mí hasta que mamá terminara su trabajo. Y así se solucionó el problema.

Lo que en principio tenía que durar hasta que empezara la temporada de verano, siguió aquel verano y varios más. Con el tiempo, llegué a ser parte del bar. Los clientes que venían al bar casi todos los días, se acostumbraron a mí y siempre se mostraban cariñosos conmigo y más de uno se entretenía jugando conmigo un ratito, aunque a mamá no le gustaba que tuviera confianza con los clientes ya que temía que el señor Juan, así lo llamaba ella, se pudiera sentir molesto. Pero en realidad no era así ya que, cuándo Juan oía a mamá que me reñía, él me sonreía y me guiñaba el ojo dándome a entender que no pasaba nada.

La señora Carmen me enseñó que mi lugar estaba en una mesa apartada de las demás, en un rincón, junto a la máquina de refrescos. Aquél era mi sitio. Allí podía jugar con mi muñeca, hacer mis garabatos, mirar a las personas que entraban… Pero lo que más me gustaba era escuchar sus conversaciones, aunque la mayor parte de las veces no pudiese entender de qué estaban hablando.

A medida que fui creciendo, la señora Carmen se fue olvidando de estar siempre controlándome en todo momento. Y eso mes gustaba ya que así gozaba de más libertad para moverme por todos los rincones. Aunque lo cierto es que mamá no apartaba los ojos de mí durante mucho tiempo.

Y así fueron pasando los meses y los años. Un día ocurrió algo de lo que yo casi no me dí cuenta. Pero lo cierto es que me llevé un gran susto ya que mamá casi se desmaya. Me quedó grabado en mi memoria para siempre.
...

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada