dimecres, 11 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (III)

Al parecer, el profesor aconsejaba a mamá que yo fuera a la universidad porque, dada mi facilidad para los estudios y mis ganas de aprender y mi esfuerzo, podía conseguir buenas notas. El profesor, después de haber hablado con el director, había acordado ayudarme para poder conseguir una beca para poder ir a la universidad si yo así lo deseaba, y pedía a mamá que por favor se pasara por el instituto para poder hablar de ello.

Desde el día en que entregué las notas, todo estaba cambiando. A mí no me gustaba nada el rumbo que estaban tomando las cosas. Cuándo mamá terminaba su trabajo, ya no tenía prisa cómo antes para que nos fuésemos a casa. Esperaba a que se fueron los clientes que todavía había en el bar y luego se sentaba en una mesa con Juan y Carmen y la conversación era siempre la misma. Uno decía que si la mejor universidad estaba en Barcelona, el otro que era la de Salamanca, mi madre decía que lo mejor sería que fuera a la más cercana de casa… Uno decía que lo mejor era que estudiara medicina, el otro que no, que lo mejor era esto o aquello…

Al principio me hacía gracia y me sentía alagada de ser el centro de atención. Pero al final terminé cansándome de oír siempre la misma historia y pensé que todo aquello tenía que terminar ya. Así que me armé de valor y aquella misma tarde, cuándo cómo todos los días se sentaron y empezaron con la misma conversación de siempre, me pues seria, me levanté de la silla, puse mis brazos en jarras y, con voz firme, les dije: “¡Basta ya! No podéis ser vosotros quiénes decidáis de esta forma mi futuro. Soy yo quién va a tener que estudiar y quién va a tener que pasarse muchas noches estudiando y esforzándome para terminar la carrera. Además, tengo que intentar no defraudaros. Así que voy a ser yo quién decida lo que voy a estudiar y a qué universidad voy a ir. Y se acabó tanta inútil conversación. Así que, por favor, no se hable más de mis estudios. Ya hablaremos de ellos cuándo sea el momento.” Apenas había terminado de hablar, ya me estaba arrepintiendo de todo lo que había dicho. Sobretodo por mamá. Los tres se me quedaron mirando con cara de no creer lo que acababan de oírme decir. De pronto, Juan dijo: “Mira… y yo que creía que no tenía carácter la niña…” todos empezaron a reírse. Mamá sólo dijo: “Dí que sí, tesoro, tienes toda la razón. Además, me ha gustado ver que tienes carácter y temperamento. Eso es bueno.”

Después de aquella tarde, yo fui quién comentaba lo que quería estudiar y a qué universidad había pensado ir. Y nadie puso ninguna objeción a mis deseos, solo me daban su opinión y su consejo que, cómo es de suponer, yo siempre tenía en cuenta. Por fin mamá y yo pudimos hablar de nuevo de nuestras cosas. Y todo volvió como a ser normal como siempre en nuestras vidas.

Un día en que las dos estábamos sentadas en una terraza tomando un helado, mamá se dio cuenta de que todos los muchachos que pasaban se me quedaban mirando. De pronto se puso muy seria y me dijo: “Mar, ahora que te has convertido en una muchacha muy linda y con un cuerpo que todas las muchachas de tu edad envidian, debes tener mucho cuidado ya que los hombres son todos por naturaleza cazadores. Cuándo ven una mujer cómo tú es cómo si vieran una magnífica presa y, cuándo más bonita es la presa, más armas emplean para poder cazarla. Por favor, Mar, ten mucho cuidado.” Yo le dije: “Mamá… Que ya no soy ninguna niña y sé muy bien lo que tengo que hacer. Tú no te preocupes. No temas, que no me va a pasar lo que te pasó a ti. Tú me has enseñado cómo tengo que comportarme. He tenido suerte de tener una buena maestra, que se ha esmerado mucho en hacerme ver la realidad y cómo pueden ser de difíciles las cosas si no se piensan bien.” Y añadí: “Mamá… ¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Cuándo hace años te mareaste en el bar, fue por qué el hombre que te miró era mi padre, verdad?” A lo que ella me preguntó: “¿Cómo has llegado a esa conclusión?” Yo respondí: “No lo sé, pero he pensado mucho en ello…” Y ella se explicó: “Sí, tienes razón, lo era. No quise decirte nada porque eras todavía muy niña para comprenderlo. Además, no hubiera servido de nada contártelo. Él no volvió al bar nunca más. Además, Juan se encargó de investigar por su cuenta ya que tuve que explicarle a él y a Carmen la verdad.” Inevitablemente yo le pregunté: “¿Y qué descubrió?” Y ella respondió: “Nada bueno hija. Al parecer, la mujer que le acompañaba era su esposa con la que llevaba casado varios años, más de los que tú tenías. Además, no era de Valencia cómo me dijo sino de Barcelona, y el apellido que me dijo ser el suyo también fue falso. ¡Dios, cómo pude ser tan tonta!” Yo dije sonriendo: “Bueno, todo no fue tan desastroso. Yo estoy aquí. Al final, algo bueno salió. ¿Verdad, mamá?” Ella respondió mirándome con su sonriente cara morena: “Sí, tienes razón. Tú, hija mía, eres lo mejor que me pudo pasar en esta vida. Lo demás creo que es mejor olvidarlo. ¿Qué té parece a ti?” Y yo contesté: “Por mí, mamá, ya está olvidado.” Y ya nunca más volvimos a hablar de ello.

Aquel otoño e invierno estuve estudiando y preparándome para el examen de selectividad. En la primavera llegaron los exámenes y yo, naturalmente, estaba nerviosa ya que era mucho lo que estaba en juego para mí. Además, no podía de ninguna manera fallar a los que tanto confiaban en mí. Así que, al entrar en la sala dónde se llevaban a cabo los exámenes, tragué saliva y me dije a mi misma: “¡Adelante, tú puedes y debes salir airosa de esto!” No sé si fue suerte o lo mucho que había estudiado o las dos cosas, pero lo importante fue que el resultado no pudo haber sido mejor.

Yo no me imaginaba ni remotamente la que se iba a montar en cuanto mamá, Juan y Carmen supieron el resultado. Hubo una gran fiesta en el bar con los clientes que me conocían desde quera una niña, los amigos. Tuve regalos, besos, abrazos y sobretodo cariño y muchas felicitaciones. Y, como no, mamá que desbordaba alegría por todos los poros de su piel morena.

En octubre tocó despedirse ya que la universidad dónde iba a cursar mis estudios estaba lejos de casa. Juan y Carmen me habían encontrado alojamiento en casa de unos familiares que vivían en un pueblo cercano al lugar dónde estaba la universidad dónde yo cursaría mis estudios. Eso sirvió para que mamá estuviese un poquito más tranquila. Yo le prometí llamarla todas las semanas e ir a verla en cuándo tuviera unos días de fiesta. Por su parte, Juan y Carmen prometieron cuidar de mamá. Cuándo me despedí de ellos, Juan me entregó un abultado sobre al mismo tiempo que me decía: “Ahora no digas que no. Esto es por todas las alegrías que nos has dado. Y no se te ocurra no estudiar, que tú puedes conseguir todo aquello que te propongas.” Les dí las gracias con un abrazo y un gran beso diciéndoles que podían estar seguros que lo intentaría con todas mis fuerzas.

Jamás pensé que, estar lejos del lugar en el que había crecido y lejos de todos, fuera tan duro. Pero lo era y mucho. Todo era extraño para mí. Aunque las personas con las que fui a vivir eran buena gente, la verdad es que echaba mucho de menos a los que habían compartido mi vida hasta entonces: los amigos del pueblo, mamá, Juan y Carmen… Pero sobretodo a toda la gente del pueblo que me conocían desde que nací y que cuándo iba por la calle siempre me saludaban pronunciando mi nombre. Antes era algo que, cuándo me sucedía, yo no le daba ninguna importancia. Ahora que estaba lejos sí que echaba de menos todos aquellos pequeños detalles.

Así que me dediqué a estudiar sin tregua ni descanso. De esa forma no tenía tiempo para pensar. Eso fue bueno para mí y para mis estudios. También conocí compañeros con los que pasé buenos momentos e hice buenos amigos. Y también conocí a otros compañeros de les que valía más mantenerse alejada para de esa forma no tener problemas.

Dado lo difícil que resultaron los estudios y lo muy ocupada que estuve siempre, los años pasaron rápido y, por fin, llegaron los exámenes finales. Mi gran esfuerzo dio buenos resultados. Quizás por las muchas noches que pasé sin dormir, tomando una taza de café tras otra para no quedarme dormida y poder seguir estudiando. Pero lo realmente importante fue que al final todo salió cómo todos deseábamos.

Por fin pude volver a casa con los míos, contenta y satisfecha con los resultados, y con una licenciatura en mi poder que, además, hacía que sintiese muy bien conmigo misma.

Pero pronto me di cuenta de que, en aquél lugar, mis estudios no me servían de nada. Si quería un buen futuro para mí, tendría que volver a marcharme ya que en aquél querido pero pequeño pueblo no iba a tener ninguna posibilidad de encontrar un buen empleo y, por lo tanto, tener el buen futuro que tanta mamá cómo yo habíamos deseado y por el que tanto habíamos trabajado.
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