dilluns, 9 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (II)

Yo, como siempre, estaba jugando con mi muñeca y entró en el bar un señor muy apuesto con una señora muy elegante y guapa. Se parecía a las señoras que salían en la televisión. Mamá estaba en la cocina mirando de reojo lo que yo hacía cuándo yo me acerqué a la mesa dónde ellos estaban. No sé porqué lo hice, quizás por simple curiosidad. La señora elegante me miró, sonrió y, mirando al señor que le acompañaba, le dijo: “Mira, querido, esta niña tiene los ojos cómo tú.” En ese mismo instante, mamá sacó su cara por la puerta y me dijo: “Hija, no molestes a los señores, ven aquí.” Al oírla, el señor miró hacia la puerta y se quedó mirando a mamá. Ella cerró la puerta y se apoyó en la mesa de la cocina. En ese momento yo entré y, al ver a mamá en el estado en que se encontraba, me asusté y llamé a Juan con un grito. Entró justo para coger a mamá antes de que cayera al suelo. Juan me ordenó que le acercara una silla y allí sentó a mamá. En ese instante entró Carmen. “¿Qué ha pasado?” preguntó al ver a mamá en aquel estado. “Creo que María se ha mareado” le respondió su marido. Mamá seguía con su rostro pálido. Ella que tenía la piel morena, de pronto había perdido su color. Eso aumentó mi temor. Realmente a mamá le ocurría algo malo, pensé. Inmediatamente comencé a llorar, por lo que Carmen intentó tranquilizarme diciéndome que no pasaba nada, que sólo se había mareado por culpa del calor, pero que enseguida se le pasaría. Juan me agarró de la mano a la vez que me decía “Vamos fuera, dejemos a mamá un ratito tranquila con Carmen, verás cómo enseguida se pondrá bien.” Y, casi tirando de mí, dijo: “Vamos a comernos un helado de los que a ti te gustan, vamos.”

En cuánto terminé mi helado, entré corriendo a la cocina. Mamá debía estar mejor pues ya había recuperado de nuevo su color. Yo corrí a abrazarla. “Mamá…. ¿Mamá, qué te ha pasado? ¿Ha sido por culpa mía, verdad? ¡Te prometo que no volveré a acercarme a ninguna mesa, te lo prometo!” dije desconsolada. Mamá se agachó y me abrazó con fuerza mientras me decía: “Mi tesoro, no ha sido por tu culpa, es que hacía mucho calor y me he mareado. Pero tú no te preocupes, que ya se me ha pasado. Tú ve a jugar fuera, que aquí hace mucho calor” Y, sonriendo, me dijo: “Y estate tranquila.” Su sonrisa me tranquilizó más que sus palabras. Pero, a pesar de ello, de vez en cuando entraba a la cocina para ver cómo se encontraba. Al ver que todo seguía cómo siempre y que ella seguía limpiando como de costumbre, pronto olvidé lo ocurrido y seguí con mis juegos de niña. Es lo que en realidad era, sólo una niña. De la verdad de lo que en realidad pasó, me enteré unos años más tarde.

En septiembre empecé a ir a la escuela. Mamá decía que era el día más importante de mi vida, que desde aquél día lo único importante que tenía que hacer era estudiar mucho. Me habló con cariño pero también con firmeza. Dijo: “Mar, ahora ha llegado el momento en que tienes que demostrar lo mucho que tú vales. Sé que desde hoy muchas veces las cosas no te van a ser fáciles pero ahora te toca a ti luchar, tienes que estudiar mucho. Yo no quiero que el día de mañana tengas que trabajar tanto cómo lo estoy haciendo yo. Deseo que seas muy buena estudiante y que te conviertas en una señorita lista, educada e inteligente, y así el día de mañana serás una muchacha segura de ti misma, independiente y, sobretodo y lo más importante, no necesitarás de ningún hombre ni de nadie para poder vivir de la forma que tú hayas decidido.” Yo sólo tenía seis años y no entendía muy bien lo que mamá me estaba diciendo. Pero para eso estaba ella, para seguir recordándomelo durante los años siguientes, hasta que mi único propósito fue conseguir lo que ella he había repetido tantas veces.




Desde el momento en que empecé a ir a la escuela, mi vida fue cambiando poco a poco, casi sin darme cuenta. Ya no jugaba en el bar. Seguía yendo al bar todos los días después de clase, pero ya no jugaba. Ayudaba a mamá en la cocina para que pudiéramos marcharnos más temprano. Y, al llegar a casa, estudiaba. También estaba cambiando mi forma de ver las cosas. Ya no pasaba tanto tiempo con mamá. Me gustaba salir con mis amigas. Una de las cosas que más me gustaban era sentarme en la arena de la playa y contemplar el mar que, según me decían, a veces se volvía verde cómo el color de mis ojos. Me encantaba poder sumergirme y nadar en su clara y fresca agua. También habían cambiado mis gustos en mi forma de vestir. Antes siempre me parecía bien todo lo que mamá me compraba. Ahora me gustaban los vestidos bonitos cómo los que llevaban mis amigas. Recuerdo un día en que pregunté a mamá por qué nunca me compraba unas zapatillas deportivas de marca cómo las que llevaban mis amigas. La respuesta de mamá fue tajante. No podía gastar el dinero en unas zapatillas que apenas me iban a durar unos pocos meses. Era mucho más importante ahorrar eses dinero para mis estudios ya que de ellos dependía mi futuro. Y unas zapatillas, aunque fueran de marca, no me iban a solucionar mi futuro. Ya no volví a pedírselas nunca más ya que, en el fondo, sabía que tenía razón.

Al llegar las vacaciones de verano iba todos los días al bar ya que, si me quedaba en casa, me aburría porque tenía que pasar todo el día sola hasta la noche que era cuándo llegaba mamá. Además, el bar se había convertido en mi segundo hogar. Juan y Carmen eran, para mí, parte de mi familia. La verdad es que, aparte de mamá, eran las únicas personas con las que sabía desde muy niña que podía confiar.

Juan ya dejaba que estuviera en la barra del bar sirviendo a los clientes. E incluso cuando en pleno verano había muchos clientes, me dejaba salir a servir a la terraza del bar. Con el tiempo llegué a ser, según decía Juan, una buena camarera. Para aquél entonces ya había cumplido los quince años. Al atardecer, cuándo ya no había tantos clientes, Juan me decía: “Vete un ratito a la playa hasta que maría haya terminado, yo ya hablaré con ella.” Y sobre las ocho volvía al bar a buscar a mamá para marcharnos juntas a casa.

Al principio, al marcharnos el domingo, cuándo Juan daba el sueldo a mamá, también quiso darme dinero a mí. Pero yo lo rechacé. Le dije que no podía aceptar dinero después de lo mucho que ellos habían hecho por mí y por mamá. Creo que mamá aquél día se sintió orgullosa de mí. Yo seguí yendo todos los veranos al bar a echarles una mano y nunca quise aceptar ni una sola moneda.

Después de la escuela, fui al instituto. Recuerdo con orgullo cuándo, cumplidos los diecisiete años, terminé el curso y me entregaron las notas. Lo raro fue que, junto a las notas, el profesor me entregó un sobre para mamá. El sobre me intrigaba muchísimo pero no quise abrirlo ya que iba dirigido a mamá. Suponía que no podía ser nada malo ya que mis notas, como siempre, eran muy buenas. Me intrigaba mucho y estuve a punto de abrirlo en más de una ocasión de camino hacia el bar.

Cuándo llegué a la cocina entregué primero las notas a mamá. Ella se apresuró a leerlas y, cuándo las hubo leído, me abrazó y me besó con alegría. Después le entregué la carta. “¿Y esto qué es?” preguntó extrañada. “No lo sé. Es para ti, de parte del profesor.” le respondí. Abrió la carta, la leyó y de pronto se puso a llorar. Me agarró del brazo y, tirando de mí, salió de la cocina en busca de Juan y de Carmen. Yo, la verdad, estaba estupefacta. Juan y Carmen en ese momento estaban en la barra del bar. Mamá les enseño la carta casi sin poder pronunciar palabra alguna. Los dos la leyeron y, al terminar, Carmen me besó muy efusivamente y Juan me agarró por la cintura e intentó levantarme del suelo, aunque he de decir que no pudo ya que yo era mucho más alta que él, a la vez que decía: “¡Esta es nuestra niña!” Yo no entendía nada de nada de lo que estaba pasando. Al final mamá dejó de llorar y las cosas parecieron calmarse. Entonces yo pregunté: “¿Alguien puede explicarme qué pasa?” Lo extraño fue que yo entendiera algo ya que los tres me hablaban a la vez.
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