divendres, 13 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (IV)

En la universidad hice una buena amistad con una compañera de un lugar cercano a Barcelona. Se llamaba Eva. Una vez terminados los estudios, seguíamos manteniendo contacto a menudo por teléfono.

Un día le comenté la idea de irme del pueblo ya que allí no veía ninguna oportunidad de futuro para mí. Y, al cabo de unos días de haber hablado con ella, me llamó y me comentó que en la empresa de su padre necesitaban una secretaria ya que la que había ocupado ese puesto hasta entonces se había despedido por querer completar sus estudios en otro país. Si yo lo deseaba, ella hablaría con su padre para que me concediera una entrevista. Pero me dejó claro que el puesto tendría que ganármelo yo dado que su padre era muy riguroso con todo lo que se refería a la elección del personal para su empresa.

Lo estuve pensando y, aunque no era el trabajo que en principio había deseado, ese podía ser un buen comienzo. Además, en una gran ciudad sería más fácil encontrar el trabajo que yo deseaba. Aquella misa noche, ya en casa, se lo estuve explicando a mamá. Ella comprendió mi situación. Aunque le dolía que volviera a marcharme, entendió muy bien mis deseos y la necesidad de tener que marcharme, al final y al cabo, para eso había estudiado tanto. Yo le prometí ir a verla todos los fines de semana ya que Barcelona no estaba tan lejos. Además, ella podía llamarme por teléfono siempre que lo deseara. Todo eso, claro está, siempre que yo fuera elegida para el trabajo del cual mi amiga me había hablado. Al día siguiente llamé a mi amiga Eva, le dí las gracias por su interés en ayudarme, y le dije que sí a su propuesta.

La semana siguiente tuve la entrevista con el padre de mi amiga. Me pareció un buen hombre desde el primer momento, ya que fue muy atento conmigo ya que, al parecer, su hija le había hablado muy bien de mí. Enseguida me dejó muy claro que, si era tan inteligente cómo le había dicho su hija, el trabajo sería mío. Para evitar favoritismos, la entrevista me la haría el jefe de personal y, si era elegida, estaría tres meses de prueba en la empresa y, si demostraba que servía para el puesto, volveríamos a hablar. Yo le dije que aceptaba. Además, me parecía del todo justa su propuesta.

Al cabo de una semana, ya estaba trabajando. Durante las dos primeras semanas, la que hasta en aquél momento fuera la secretaria del dueño de la empresa se encargó de ponerme al corriente del que sería mi trabajo.

El problema del alojamiento se solucionó rápido gracias a Eva. Compartiría piso con dos compañeras del trabajo que se habían independizado y que, por suerte, no tuvieron ningún reparo en compartir su piso conmigo.

A los cuatro meses, mi vida transcurría muy plácidamente. Tenía un buen empleo, un buen sueldo, y el horario era el mejor para mí ya que trabajaba de ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, con lo que podía disponer de casi toda la tarde libre. Decidí aprovechar parte de ese tiempo para estudiar idiomas y así mejorar los que sólo dominaba lo justo para salir de un apuro.


Todos los viernes, al terminar mi trabajo, me marchaba en el primer tren que salía para la costa. El viernes mi comida consistía en un bocadillo que me comía durante el trayecto en tren hacia casa. Al llegar a la estación, tenía un buen trecho hasta el bar dónde trabajaba mamá. A veces estaba de suerte y había algún conocido en la estación y ese día no tenía que hacer la gran caminata. Si hacia mal tiempo o llovía, Juan venía a recogerme a la estación ya que siempre llegaba en el mismo tren. Aunque el tren no llegase siempre puntual, Juan siempre esperaba mi llegada. Después de abrazar y besar a mamá y saludar con un beso a Carmen, siempre me quedaba en el bar ayudando hasta que mamá terminaba su trabajo. Ya en casa, mamá y yo hablábamos de todas las cosas que nos habían ocurrido durante la semana. Fue una de las mejores épocas que pasamos mamá y yo.
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