dilluns, 16 d’agost del 2010

La muchacha de los ojos verdes y grises (V)

Un viernes, en cuanto ví a mamá, la encontré muy desmejorada. Le pregunté qué le ocurría y su respuesta fue que sólo se sentía cansada, que seguro que era por culpa del cambio de estación ya que estaba empezando la primavera. Yo le aconsejé que fuera al médico pero me dijo que ya había ido a la farmacia, que le habían dado unas vitaminas y que seguro que en unos días se encontraría mejor.

Pero pasaban las semanas y no mejoraba, así que le pedí que por favor se fuese al médico. Me contestó que sí pero, cómo yo no estaba muy segura de que fuese a ir, le pedí a Carmen que por favor se asegurara de que fuese al médico. Carmen me dijo que no me preocupase ya que, como yo no estaba en el pueblo, ya había pensado en ir con mamá. El miércoles llamé a mamá para preguntarle qué le había dicho el médico. Me respondió que el médico le había dicho que lo mejor sería hacerle unos análisis, que el viernes tenía que ir al ambulatorio a hacérselos, que seguramente tardaría unos días en tener los resultados, pero que yo no me preocupara, que ya se encontraba mucho mejor.

Pero el viernes, en cuanto la ví, supe que no estaba mejor sino todo lo contrario. Su rostro estaba pálido y se la veía muy fatigada. Ella trataba de ocultármelo riendo y haciendo bromas conmigo pero yo, que la conocía bien, sabía que estaba fingiendo. Volví a pedirle a Carmen que por favor acompañase de nuevo a mamá al médico para saber los resultados de los análisis. Carmen me dijo que ella ya había pensado en acompañarla, que yo no sufriera, que en cuanto supiera los resultados me llamaría por teléfono.

Pasé toda la semana preocupada hasta que por fin me llamó Carmen. Pero lo que me contó me dejó todavía mucho más preocupada. El médico le dijo que lo mejor sería que ingresara un par de días en el hospital ya que allí podrían hacerle pruebas para así tener un diagnóstico más seguro y poder darle el tratamiento más adecuado.

Al terminar de hablar por teléfono con Carmen, no me lo pensé dos veces y solicité hablar con el jefe de personal para pedirle unos días de fiesta para poder acompañar a mamá al hospital. El jefe de personal me comentó que tenía que consultarlo pero que enseguida me diría si podía marcharme. Al cabo de unos minutos, mi jefe me llamó a su despacho y me dijo que no me preocupase, que hiciera los días de fiesta que fueran necesarios y que, si necesitaba cualquier cosa, fuese lo que fuese, no dudara en pedírselo ya que sabía por su hija Eva lo mucho que significaba mi madre para mí.

Salí en el primer tren que encontré que llegase hasta el pueblo, salí de la estación corriendo, y llegué al bar casi sin aliento. Juan me dijo que mamá no había ido a trabajar y que Carmen estaba en casa con ella. Juan cerró el bar y me acompañó en su coche. En cuanto ví a mamá, supe que nada bueno le ocurría. Su sonrisa al verme era más bien una mueca. Su rostro moreno por naturaleza era ahora de un color verdusco. Y sus ojos siempre tan alegres estaban apagados y sin brillo. No me gustó en absoluto su aspecto. Así que, después de hablar con Carmen, decidí llamar a urgencias para que enviasen una ambulancia a buscar a mamá. Ella no dejaba de decir que no me preocupara, que ya estaba mucho mejor, que no había motivos para llamar a una ambulancia. Pero yo estaba segura de que sí había motivos para preocuparse.

Al llegar al ambulatorio, tras el reconocimiento, el doctor que la atendió me comunicó que lo mejor era su ingreso en el hospital ya que veía a mamá en un estado muy preocupante.

Tras el ingreso de mamá en el hospital, comenzaron a hacerle pruebas y más pruebas. Y, cada vez que yo preguntaba qué era lo que pasaba, la respuesta era siempre la misma: todavía no tenemos un diagnóstico seguro, seguimos haciéndole pruebas, en cuanto tengamos todos los resultados el doctor hablará con usted.

Tuve que esperar dos días hasta que el doctor por fin habló conmigo. El diagnóstico fue mucho peor de lo que yo podía haberme imaginado. El doctor empezó por decir que todas las pruebas que le habían realizado no rebelaban nada bueno. Tras una pausa, que a mí me pareció eterna, dijo: “Su madre tiene cáncer.” Enseguida me apresuré a preguntarle al doctor: “Pero podrá operarla y se pondrá bien, ¿verdad?” El doctor me miró con cara muy seria y me dijo: “Lo siento pero no se puede operar. De hecho, por desgracia, lo único que podemos hacer es procurar que no sufra ya que el cáncer está tan extendido que nada se puede hacer ya.” Yo, con un hilo de voz, sólo atiné a preguntarle: “¿Cuánto tiempo cree usted que vivirá?” Y me respondió: “No se lo puedo decir con certeza, pero no creo que aguante mucho ya que el cáncer ha afectado, además de varios órganos, también su corazón.” Yo volví a insistir: “Pero, ¿cuánto, doctor?” Y el repitió: “No mucho.” Y agregó: “Quizás unas semanas, o solo unos días. Lo siento, pero no puedo asegurarle nada.” Entonces apoyó su mano en mi hombro y dijo: “Debes intentar ser fuerte. No dejes que ella se dé cuenta de lo que tú sufres ya que eso no le ayudará. Lo mejor es evitarle cualquier preocupación.” Y añadió: “Siento mucho que tengas que pasar por esto siendo tan joven. Lo siento mucho.”

Al regresar al lado de mamá con el corazón destrozado, tuve que esforzarme mucho para que ella no se diera cuenta del estado emocional en el que yo me encontraba en aquellos momentos. Todavía hoy no sé cómo ella, que tan bien me conocía, no se dio cuenta de que le estaba ocultando la verdad. Pero quizás fue debido a lo débil que se encontraba… Me preguntó qué me había dicho el médico y yo le respondí que el doctor con el que había hablado había dicho que tenía anemia y que por eso se encontraba tan débil. “Pero podemos marcharnos a casa ya, ¿verdad?” me preguntó. Yo, con un nudo en la garganta, le respondí que todavía no nos podíamos marchar debido a que tenían que suministrarle vitaminas a través del suero ya que de esa forma se recuperaría antes y, además, allí podrían ir haciéndole análisis para ver su evolución.

Aquella misma tarde empezaron a suministrarle morfina a través del suero que tenía puesto ya que se quejaba de dolores en el pecho. Al principio, en pequeñas dosis. Pero, a medida que iban trascurriendo los días y su estado empeoraba y se la veía sufrir, fueron aumentando las dosis. Yo veía cómo mamá se iba debilitando poco a poco. Ella se pasaba casi todo el tiempo medio adormecida, sólo en algunos momentos parecía estar un poco más despierta. Era entonces cuándo yo aprovechaba para hablarle un poquito, aunque ella ya había dejado de darse cuenta de todo lo que pasaba a su alrededor casi por completo. Sólo durante apenas unos pocos minutos parecía estar totalmente consciente de lo que ocurría a su alrededor.

Recuerdo con mucha tristeza un día en que, al despertarse, parecía que hubiera mejorado. Cómo todos los días estaba a su lado, de pronto agarró mi mano y la apretó con fuerza a la vez que me decía: “Lo siento mucho mi cielo, pero tengo que dejarte. Ha llegado mi hora. Siento mucho tener que dejarte tan sola, pero no puedo seguir luchando más.” Yo me eché encima de ella besándola en las mejillas y, sin poder ya contener mi angustia, rompí a llorar diciéndole al mismo tiempo: “No, por favor, mamá, no digas eso, no, por favor, no.” En ese momento mamá abrió sus ojos desmesuradamente y estiró sus brazos con fuerza como si quisiera incorporarse. De pronto, de su garganta salió algo parecido a un gemido, su cuerpo pareció relajarse y volvió su cabeza para un lado. En aquel instante la miré y supe que mamá se había ido para siempre. Y, por desgracia para mí, así fue.

De todo lo que pasó después, no recuerdo casi nada. Era cómo si me encontrase en un estado en el que no era consciente de nada de lo que sucedía. Parecía un robot, iba de un lado para otro sin saber lo que hacía. Cuando me hablaban, respondía con un gesto o con un sí o un no. Aunque deseaba llorar, no podía. Así estuve durante los días en que estuve viviendo en casa de Juan y Carmen. Hasta que de nuevo regresé al lugar que había sido nuestro hogar. Al entrar, olí su olor. Creo que en ese momento fue cuándo fui consciente de todo lo que en realidad había sucedido.

Por fin empecé a llorar, desconsolada. Sentía un profundo dolor que parecía salir de lo más profundo de mi corazón. En aquel instante, me dí cuenta de lo sola que me había quedado. Estuve llorando durante horas hasta que, por fin, agotada de tanta llorar, me quedé dormida.

Pero, por suerte y por las obligaciones, la razón superó a la tristeza y decidí incorporarme de nuevo a mi trabajo. El tiempo y mi dedicación total al trabajo hicieron que mi tristeza fuera, día a día, un poco más soportable. Fue con el tiempo y con la ayuda de las personas que en aquellos días tan tristes para mí estuvieron siempre a mi lado ayudándome a superar mi gran tristeza, que recuperé de nuevo las ganas de vivir.

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